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|| leña al mono, que es de goma ||

Aquellos pisos infames de los años 80

AFIRMAN numerosos expertos que los universitarios que vengan el próximo curso a estudiar a Santiago tendrán que pagar una media de 200 euros más por alquilar una vivienda, todo ello debido a la escasez de oferta que existe en un mercado cada vez más copado por las llamadas viviendas vacacionales. Muchos, además, no encontrarán cobijo posible en la ciudad, por lo que tendrán que irse con los apuntes a otra parte, ya sea Milladoiro, Bertamiráns, Teo, Sigüeiro o donde Almanzor perdió el tambor, o sea, a sitios en los que la oferta es mayor y los precios todavía no se han disparado.

Eso ya ocurrió en los dos o tres últimos cursos, pero se trata de un fenómeno que la ciudad vivió con especial intensidad hace treinta o cuarenta años, aunque entonces la fuga la protagonizaron de una forma muy especial cientos de familias, funcionarios y trabajadores de todo tipo que deseaban fijar aquí su residencia y se vieron obligados a buscar morada en los municipios limítrofes debido a la escasez de pisos de alquiler, a las rentas disparatadas que pedían por apartamentos que se caían a cachos y a la imposibilidad de comprar algo decente por un precio medianamente ajustado.

La historia, pues, se repite. Los carcamales vintage sabemos bastante de todo eso, así que la partitura actual nos suena conocida. De aquella, a finales de la década de los 80, buscar un piso en Santiago era llorar. Caseros e inmobiliarias te enseñaban inmuebles que, por lo general, metían miedo y que no habían sido jamás renovados o adecentados. ¿Para qué si total cualquier porquería volaba en cuanto en la ciudad desembarcaban, en septiembre, treinta mil estudiantes necesitados de cobijo?

En muchas ocasiones fui protagonista o testigo de cómo funcionaba entonces el mercado inmobiliario. Llegabas a una agencia, te entregaban varios manojos de llaves con las direcciones a las que ir y te pasabas uno o varios días jurando en arameo al comprobar el penoso estado de las joyas inmobiliarias que se ofertaban a los pringaos.

Algunos pisos estaban tan sucios que tenías que entrar dando patadas a las botellas y latas que habían dejado tiradas los anteriores inquilinos, lo normal es que las cocinas tuviesen los azulejos sueltos y los muebles rotos, pocas habitaciones tenían un aspecto decoroso y muchos cuartos de baño daban, directamente, asco, como si el primo de Míster Proper se hubiese estado rascando la napia durante los últimos meses.

En cuanto a las ventanas, pocas cerraban bien y un elevado número de armarios parecían haber servido de atrezzo en una película de terror, de esos que los abres y temes encontrarte en el interior con la niña del exorcista, con Jack el destripador, con un espíritu maligno o con Eduardo Manostijeras afilando sus cuchillas. O peor aún, con la ministra de Hacienda largando alguno de sus incomprensibles y acelerados discursos .

Pese a que la oferta era infame, los precios suponían más de la mitad del salario de un currante medio, así que infinidad de personas decidieron fijar su residencia en otros lares en una época en la que Compostela podría haber ganado, en un plis plas, muchos miles de vecinos, de esos que se censan y votan. Estamos hablando de cuando riadas de funcionarios vinieron a trabajar a una Xunta en periodo de expansión, a una RTVG que casi acababa de nacer y a numerosas empresas que despegaban al calor del Pelegrín, de los Xacobeos y del invento del turismo de masas.

La copla empezó a cambiar de ritmo cuando la Universidad de Santiago perdió el monopolio a nivel autonómico, con el consiguiente bajón del número de estudiantes, y con el despegue, después de muchos años de inexplicable parón, de varios polígonos de viviendas que incrementaron de forma sustancial la oferta de compra y alquiler.

Todo empezó con el desarrollo del barrio de Fontiñas, a la que siguió la construcción de cientos de pisos en la avenida de Ferrol, en Conxo, en San Lázaro, en los alrededores de El Corte Inglés, en Santa Marta, en las avenidas que desembocan en el hospital Clínico y en muchos enclaves más.

En unos cuantos años, comprar un piso en Santiago se convirtió en una operación al alcance, aunque sacrificada, de las economías medias si no aspirabas a residir en las calles más cotizadas del Ensanche o de la zona monumental, y los alquileres también entraron en una senda de cierta normalidad.

Pero ahora todo se ha dado de nuevo la vuelta, los arrendamientos se han desmadrado y las nuevas promociones de pisos se cotizan a una media que supera los 300.000 euracos... todo ello en un escenario de inflación desbocada. Bienvenidos, ricachones, a la ciudad que vuelve a expulsar a quienes buscan cobijo.

03 jul 2022 / 00:11
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