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|| leña al mono, que es de goma ||

Coches guarretes y pingüinos en la picota

QUIENES han asumido el rol de salvadores del planeta parecen estar cada vez más empeñados en condenar al ostracismo social y a la guillotina de la opinión pública a los sucios ciudadanos que aún no hemos cambiado nuestros viejos vehículos por esos ingenios rodantes que se mueven alimentados por baterías. El caso es que hasta ciudades tan poco contaminadas como Santiago se han tenido que sumar al postureo que supone crear zonas de bajas emisiones en las urbes de más de 50.000 habitantes, como si acotar varias áreas a la circulación de coches viejunos fuese a revertir el apocalipsis climático que muchos expertos vaticinan.

Así, mientras en la pequeña y comprometida Europa estamos mandando millones de vehículos al chatarrero, como si esa operación tuviese algo de ecológica, los grandes países que se sumaron hace dos telediarios al carro de la industrialización salvaje, como China o La India, dicen que tururú a cualquier plan que suponga frenar lo más mínimo su desarrollo económico y su creciente bienestar y comodidad. Después de muchas décadas de penuria y de desplazamientos en bicicleta por obligación, no por conciencia medioambiental, dígales ahora a los amigos orientales, los próximos amos del mundo, que sigan pedaleando para contentar a Greta Thunberg y a los pijolis de Occidente criados en la abundancia. Ahora son ellos los que quieren viajar en masa en cruceros gigantescos y aviones molones, contaminen o no, moverse en cómodos coches que recorren mil kilómetros de un tirón sin tener que aguantar la lenta dictadura de los enchufes de carga y producir millones de artículos al mínimo precio posible en empresas en las que el distintivo verde importa menos que nada, aunque ello suponga mandar al carajo todos los glaciares del orbe conocido y matar de calor a los pingüinos de la Antártida, que son bien majetes.

Hace unos días, por eso del estreno del año, hablé un rato largo con un viejo amigo de Madrid, ciudad en la que ya no pueden entrar los conductores foráneos cuyos vehículos carezcan de la denominada pegatina ambiental aunque pasen la ITV y echen solo un poco más de humo que los del trinque. Como ambos somos unos guarrindongos con distintivo Cero Patatero y amantes de los coches clásicos, me confesó pesaroso que había mandado al desguace su mimado, querido y casi vintage buga de gasolina para comprar un híbrido que le salió por una pasta gansa.

-¿Y qué tal va el trasto ese?

-Parece una puta lavadora, tío, y el consumo no es tan bajo como me aseguraron. Normal, pesa 500 kilos más que el que tenía.

Los dos aprovechamos para recordar los tiempos en que nos pasábamos tardes enteras visitando exposiciones de coches clásicos con el simple objetivo de escuchar el rugido de los motores V-8 o las pistonadas de las Harley al estilo Easy Rider, puro rocanroll en comparación con el insulso panorama actual. Aquello sonaba como una Statocaster enchufada a un ampli de válvulas, como la elegante batería de Phil Collins o como los aullidos de Joe Cocker. Ahora, en cambio, todo suena, como afirmaba mi amigo, como una puta lavadora moderna, que ni siquiera se permite el lujo de vibrar un poco cuando centrifuga a dos mil revoluciones.

Los que estamos en el lado oscuro del progreso sabemos que merecemos recibir una buena colleja por parte del Club de Ansiosos Climáticos, pero luego leemos informes como el que publicó la compañía Volvo, en el que sus ingenieros certificaron que construir un vehículo eléctrico contamina un 70% más que el mismo de combustión, y nos preguntamos si será verdad que esa diferencia abismal se compensa luego durante la vida útil del mangallón. En la era de los viajes relámpago, parece que lo único importante es llegar cuanto antes al destino programado en transportes veloces, seguros y ecológicos, lo cual está muy bien si olvidamos por completo el perverso placer que a veces supone echarse a la carretera sin mirar el reloj y a lomos de un zampaoctanos clásico que brama como un bisonte y amenaza con dejarte mangado en la primera curva.

Hace ya bastantes años fui a pasar la ITV a un viejo mini del 71 en una estación radicada cerca de Compostela. Temía que el cabroncete diese problemas nada más entrar en el túnel y por desgracia los malos presagios se cumplieron con creces. Estaba mal de punto, las ruedas no tenían la alineación correcta y de frenos andaba flojillo, pero la humillación absoluta llegó cuando el operario me pidió que pusiera en funcionamiento el limpiaparabrisas. Así lo hice, las escobillas empezaron a moverse con lentitud y una de ellas, nada más arrancar, se soltó del mecanismo y cayó sobre el capó. “Creo que toma poca viagra”, le expliqué al examinador intentando quitar tensión a una situación tan embarazosa, pero el fulano solo esbozó media sonrisa forzada, no tuvo compasión y me entregó un parte plagado de fallos. Poco después lo vendí y desde entonces no paro de echarlo de menos. Apenas pesaba 600 kilos y su pequeño motor contaminaba mucho menos, seguro, que los modernos armatostes que superan las dos toneladas, pero hoy me vetarían entrar con él en numerosas ciudades. Pronto, también en Santiago, y quizás hasta en China. Ojalá los pingüinos estuviesen, con esas medidas, a salvo, pero mucho me temo que no es así.

16 ene 2023 / 01:00
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