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Cursis anuncios sobre la alegría ‘postpandemia’

{entusiasmo cansino}

He de confesarte, torpe sobrino, que cada vez soporto menos los anuncios que desean insuflarnos ánimos para sortear los, se supone, últimos coletazos de la pandemia. Me refiero a esos spots cursis en los que algún locutor entusiasta nos alienta a no mirar atrás, a viajar sin rumbo, a tomar la brisa y el sol y a dar el doble de abrazos y el triple de besos para recuperar el terreno perdido. No sé, Damián, yo debo ser muy raro, pero lo único que me apetece es tomar el doble de cañas y fumar el triple de puros sin que nadie me dé la tabarra ni me cuente sus miserias. Más que nada porque la gente se ha puesto ahora muy pesadita con eso de la fatiga pandémica y, si te dejas liar, te abrasan a golpe de historias aburridas. En cuanto a lo de viajar, tampoco me apetece ir a ningún sitio concreto. Ya sabes que detesto el verano, las barbacoas, las chancletas y el olor a aftersun, así que no descarto enclaustrarme en mi alcoba y esperar a que llegue septiembre entre lecturas de interés y licores variados mientras el ventilador de techo arrea manotazos al aire calentorro del estío. Ya sé que parece un plan muy cutre, pero no pienso pasar por el calvario de ver a miles de turistas paseando en camisetas con tirantes y luciendo toscos tatuajes dibujados en la piel. El único viaje que sí me gustaría haber hecho es el que realizaron al Vaticano el presidente de la Xunta, don Alberto Núñez, y el arzobispo de Santiago, monseñor Julián Barrio, con motivo de invitar al papa a visitar nuestra sacrosanta ciudad con motivo del Xacobeo, pero ya sabes que no tuvieron la deferencia de invitarme. Una lástima, porque mi intención era obsequiar al santo padre con un bonito botafumeiro de plata que heredé de mi recordado tío Rupert von Snacker, fallecido cuando peregrinaba a Santiago al colarse por error en un idílico prado que resultó ser una dehesa de toros bravos. Afirman los testigos que una de las cornadas fue de tal calibre que su cuerpo maltrecho quedó colgado de un árbol de más de quince metros de altura, de donde fue rescatado, varias horas después, ya moribundo. En fin, algún día me animaré a escribir algo sobre él. Quizá hasta me anime a componerle un pasodoble con aroma taurino, aunque la ópera me tira más. Bastante más.

{el perro, con puigdemont}

Al que encontré en la calle hecho un verdadero toro, fuertote y con un aspecto excelente, es al exconcejal compostelano Carlos Nieves, que ya ha rebasado con creces la barrera de los 70 años. Como bien sabes, tatuado Damián, don Carlos desempeñó múltiples responsabilidades en el pazo de Raxoi durante cinco lustros y siempre se caracterizó por encajar con mucho humor tanto las alabanzas como las críticas, inteligente táctica que los ediles más jóvenes apenas practican. Lo malo de él es que siempre estuvo escorado ligeramente a babor, pero aún confío en poder meterlo en la vereda correcta. En el momento de cruzarnos y de saludarnos, yo iba de paseo por el Ensanche con mi fiel compañero perruno, Watson, un terrier cabezón, pasado de peso, terco de carácter y amante del buen comer, y me comentó que él tiene uno igual desde hace doce años. Se lo regaló su hija cuando cumplió sesenta años, por eso le bautizó con el nombre de Sixtie, y está encantado por lo simpático y cariñoso que es, aunque le pasa como al mío. Es decir, que la comida le pierde y tiende a ponerse gordo como un balón de Nivea. Además, como es de una raza oriunda de Escocia, le gusta ser independiente y en cuanto te descuidas te monta un referéndum. No sé qué hará el exedil con su compañero perruno, pero como el mío se ponga demasiado rebelde no dudaré en mandarlo a Waterloo con el señor Puigdemont. Palabra de Snacker.

{caminar no es elegante}

Curiosamente, Damián, ese día también tuve ocasión de saludar a otro de los exconcejales más veteranos del Ayuntamiento de Santiago, don Luis Toxo, al que jamás he visto con un kilo de más. Una de dos, o está a dieta permanente o funde las grasas a base de largos paseos, que es la técnica que sigue el alcalde, don Xosé Sánchez, para no ponerse fondón. Yo, en cambio, soy de andar poco, porque entre los aristócratas nunca estuvo bien visto eso de sudar dentro de un horrible chándal con capucha o prenda similar. Lo mío es desplazarme en el coche de caballos que utilizo desde que, al cumplir los 18 años, me percaté de que caminar no es algo tan agradable como aseguran los forofos del deporte urbano. Si un día para mi mal viene a buscarme la parca, espero que el citado carruaje sea expuesto a perpetuidad en algún enclave vistoso de la ciudad, como ocurre con el famoso vagón histórico que preside la entrada de la estación de tren. He de contactar con don Carlos Abellán, responsable de la Asociación de Amigos del Ferrocarril, para que me haga un hueco al lado del Verderón. Malo será que la presidenta del Adif, doña Isabel Pardo de Vera, nos mande de una patada hacia otros lares, porque todavía no tengo muy claro si el organismo oficial se va a hacer cargo o no de la restauración del viejo coche de pasajeros.

{vagones feos y sosainas}

A mí, Damián, me gustan mucho más los viejos vagones de tren que los actuales, tan asépticos y sosainas. Y aquellas locomotoras que echaban humo como Dios manda. A tu tía Marie Louise le gustaba mucho viajar a Madrid en los viejos expresos, que tardaban toda la noche en llegar a su destino, y muchas veces pasábamos largas horas bebiendo champán en el vagón restaurante, aunque con lo que más disfrutaba era comprando rosquillas a los paisanos que las ofrecían a los pasajeros cuando el convoy paraba, muy de madrugada, en alguna estación castellana. Voy a telegrafiar a la conselleira de Infraestructuras, doña Ethel Vázquez, para que puje también a favor de la continuidad del Verderón en la Intermodal y te mantendré informado de mis gestiones. Te dejo, sobrino, no vaya a ser que llegues tarde a tus clases de reguetón.

05 jul 2021 / 01:00
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