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martes, 23 abril 2024
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SOCIAL. Diario de bitácora de la circulación en Compostela a bordo de uno de los aparatos que dominan el mercado de los vehículos de movilidad personal en la actualidad TEXTO Pablo Baamonde

De patinetes eléctricos, cabreos al volante y travesías de alto riesgo

Los patinetes eléctricos han sido objeto de polémicas desde su aparición. Estos aparatos pertenecientes a la familia de los VMPs (Vehículos de Movilidad Personal) aterrizaron sobre las carreteras en lo que pareció ser de un día para otro y se sumergieron haciendo un salto bomba en infinidad de lagunas legales. De repente, la normativa debía contemplar estos trastos alienígenas y normalizar su uso junto al resto de vehículos, una tarea en la que a día de hoy se sigue trabajando y que continúa sembrando dudas a su alrededor.

A grosso modo, actualmente la ley estipula que los patinetes deben circular a una velocidad máxima de 25 km/h, por carril bici si está disponible, y en ningún caso por vías interurbanas. Sin embargo, continúa predominando la desinformación sobre las condiciones bajo las que pueden circular. Por ejemplo, hay quien todavía desconoce que estos aparatos deben utilizar las vías y nunca transitar por la acera. Y, para más inri, la edad mínima para manejarlos varía en función del lugar: en Barcelona son 16 años; en Pamplona, 14. Hay que reconocer que este dato incita de por sí a la desconfianza, puesto que en muchos casos se trata del primer salto a la carretera que dan dichos conductores; los cuales, además, con frecuencia carecen del aval de seguridad que proporciona el carné de conducir, y esto es algo con lo que deben lidiar el resto de automovilistas. Porque no es que el pilotaje de un patinete sea moco de pavo, más bien al contrario. Para la velocidad a la que suelen circular, su manejo es bastante inestable y cada socavón se siente como un cráter en el terreno. Por no hablar de las curvas que, si se cogen a velocidad crucero, a menudo requieren del balanceo del propio cuerpo del piloto para no salirse del carril. Con lo cual, más vale frenar con antelación a riesgo de morder el frío asfalto.

Los patinetes suelen pesar entre doce y quince kilos y muchos de ellos, plegables, permiten su transporte ‘cómodo y sencillo’. Esto es, dejando de lado la incomodidad de su peso y dimensiones y la complicación que supone plegarlos y encajarlos en su bolsa de transporte cada vez que toca moverse a pie o entrar en algún edificio. Porque la alternativa de aparcarlos no es una que abunde en Santiago, contándose casi con una mano los espacios que disponen de postes para candados. Y... en fin. Que se preparen los residentes de pisos sin trastero ni ascensor.

Aun con todo, una de las mayores ventajas que ofrecen estos cacharros es su ratio de recarga. Es cierto que la autonomía de cada uno varía en función de la marca y del modelo, pero la realidad es que todos ellos pueden recargarse en menos de una noche. Con lo cual, provista una fuente de electricidad, suponen un medio de transporte muy económico para el día a día, pues no requieren de otros combustibles ni del gasto que supone la contratación de un seguro obligatorio. En la mayoría de casos, es tan fácil como ponerlo a cargar al llegar del trabajo y desconectarlo tras haberse repuesto su batería, al cabo de unas horas o a la mañana siguiente. También es destacable la capacidad que ofrecen en cuanto a alternar entre conductor y peatón según requiera la situación. Si el tráfico de hora punta dificulta la circulación, por ejemplo, siempre está la opción de bajarse y continuar empujándolo por la acera. Y, en caso de contar con un mecanismo de dinamo, el giro de las ruedas también puede recargar su batería, algo muy útil en el caso de quedarse varado en la intemperie.

La cuestión es que, en el caso que nos trae a cuenta, estamos hablando de Santiago y no de macrourbes como Madrid, París o Roma que, al margen de la inversión en infraestructura que pueda ostentar cada una, todas son ciudades de vías más anchas y mejor preparadas para una circulación densa -que, por otra parte, casi siempre se da en ellas-. Pero, sobre todo, son lugares cuyos habitantes ya no arquean una ceja cuando ven a una persona a bordo de un patinete.

ALTA TENSIÓN... VIAL. Y es que ese será, probablemente, el quid de esta cuestión: el hábito. Más allá de lo bien o mal que pueda conducir cada individuo, es innegable que los conductores compostelanos no están acostumbrados a compartir calzada con los patinetes, tal y como evidencia alguna que otra maniobra arriesgada -más para una parte que para otra- que busca adelantarlos a cualquier coste y poner fin a la enorme frustración que sin duda supone ir tras uno.

Sin embargo, tampoco sería justo decir que estas conductas sean en su totalidad infundadas. Blandiendo una capacidad casi nula para tomar curvas durante los tramos inclinados, esto combinado con su estabilidad en general, que brilla por su ausencia, los patinetes no representan en absoluto la imagen de la seguridad. Además, todo esto se vuelve infinitamente peor bajo la lluvia, cuando los derrapes vienen prácticamente asegurados con cada giro brusco. De hecho, los viajes bajo precipitaciones deberían evitarse a toda costa. Y, puestos a hablar de consejos, conviene mucho optar por un aparato que disponga de ruedas macizas, y no rellenas de aire, si la posibilidad de que puedan pincharse con cada esquirla en el camino no resulta atractiva.

HACIA RUTAS SALVAJES. Circular por Santiago en patinete resulta una experiencia agridulce. En el caso de un servidor, que cada día lo utiliza para llegar hasta la redacción de EL CORREO, la travesía implica alejarse del núcleo urbano y subir hasta el polígono de Costa Vella. Y, lo que en un primer momento pudo parecer una tarea sencilla, pronto resultó ser bastante más complicado.

Resulta que utilizar alguno de los accesos principales al polígono implica hacer uso de carreteras nacionales, como mínimo de forma breve. Esto, como veníamos diciendo, es algo que la normativa no contempla en los patinetes, tal y como descubrí tras un encuentro con un agente que me confirmó lo que ya pensaba en un primer momento, a la vez que me invitó a buscar otra forma de acceder al polígono que no fuese por la Avenida de Asturias. Esto me enseñó, también, que existe un margen dentro del cual pueden surgir paradojas, pues cuenta dicha vía con un carril bici, el cual deberían priorizar los patinetes según la ley. Al comentarle esto, me aseguró que “si fueras en bicicleta sí podrías usarlo”, una respuesta que probablemente sembró en mí más dudas de las que resolvió.

Desde entonces, he sustituido esa vía por la Rúa da Campiña, que transcurre en paralelo a ella. El problema es que, como sucede con la mayoría de carreteras secundarias, el asfalto de la calzada se encuentra bastante maltrecho, con hendiduras y socavones presentes a su largo. Tampoco ayuda que se trate de una carretera de dos sentidos y la pintura que en su momento marcó los carriles se haya vuelto hoy inapreciable. Con lo cual, además de tener que realizar un torpe zig-zag evitando los baches, resulta indispensable mantener la atención ante todo posible vehículo que pudiera estar circulando desde la dirección opuesta, tras la empinada vía que oculta las posiciones de ambos conductores.

Por suerte, el centro de la ciudad supone otra historia muy distinta. Con perdón de los flujos de tráfico, que según el día pueden complicar más o menos el tránsito, la experiencia de conducir por las calles compostelanas es muy disfrutable. Hay que cuidar mucho, eso sí, la proximidad con otros vehículos y los acercamientos a cruces de vías, especialmente al considerar que los patinetes carecen de espejos retrovisores. Otro punto a favor de los recorridos intraurbanos es que el resto de conductores parecen adoptar actitudes más relajadas que en las vías del extrarradio.

LO QUE UNEN DOS RUEDAS. Lo cierto es que, por un cúmulo de todo lo anterior, cada vez que dos pilotos de patinete se encuentran se produce un intercambio que trasciende al habla. Dadas las características de estos vehículos, quedan descartados gestos de saludo y cualquier tipo de señas durante el manejo. Y, sin embargo, está ese momento en que las miradas se cruzan, si acaso acompañadas de un fugaz movimiento de asentimiento con la cabeza, similar al que se darían dos desconocidos que comparten circunstancias.

En mi caso, se ha vuelto bastante frecuente cruzarme con otro miembro de este gremio en el camino al trabajo. El primer par de veces los encuentros fueron más bien repentinos, a la par que sorprendentes, pues no es habitual toparse con otros patinetes en un polígono -ni fuera de él, a día de hoy-. Seguimos coincidiendo de cuando en vez y, ahora, raro es el día en que no interactuamos brevemente. Al fin y al cabo, resul-
ta agradable encontrar a otro
náufrago en el insondable océano lleno de peligros por el que na-
vegan los patinetes eléctricos.

Con todo, está claro que cada vez más gente opta por conducir VMPs, visto el drástico aumento que ha experimentado su demanda durante el último par de años y que esta se encuentra principalmente constituida por patinetes. La realidad es que, poco a poco, estos cacharros se hacen cada vez más frecuentes en las calzadas, y esto incluye el caso de Santiago. Así que, para bien o para mal, todo apunta a que las diferentes escuelas de la conducción deberán aprender a compenetrarse durante sus travesías.

13 jun 2022 / 00:00
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