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De Quiroga a Barxa de Lor

    Es junio y vuelven la luz y los peregrinos. Con el día claro sale al grupo en el bus rumbo a A Ribeira Sacra. En Quiroga se establecen los puestos de la feria a lo largo de la calle principal, donde ya cuecen el pulpo. El pan y las finas bicas de Marisa son compra obligada. Sobre la hierba las letras blancas del nombre del pueblo sugieren una foto de familia silábica. Dos ambiciosos puentes cruzan el aurífero Sil, el primero en dirección a San Clodio, donde sobreviven la estación del tren y un entorno evocador de otro tiempo tan lejano como próximo, y el segundo empalme, de hierro, para recuperar enseguida la margen derecha del río. Los caminantes empiezan a subir por la carretera y pronto se fragmentan. El recalor del valle se diluye con la brisa de la altura.

    Por fin, tras tanta calzada, cogemos hacia la derecha para seguir subiendo por el monte. El solitario contacto con la naturaleza por una senda ancha bien señalizada me pone frente a mi agotamiento físico y el dolor ciático habitual.

    Soy el último de los veintidós. Todo esfuerzo tiene premio, así que cuando ya no lo esperas, la ruta empieza a bajar sumergiéndote en prolongadas bóvedas de multitud de verdes, salpicadas de claros donde monumentales castaños en flor dan la bienvenida al andariego. Los recodos del camino, alfombrados de líquenes grisáceos sobre las rocas bajas, abren recónditas vistas que tientan al hombre a quedarse en el bosque autóctono. El infinito abrazo forestal te lleva luego entre pinos y robles a la humilde capilla de Los Remedios, cerrada malamente, que indica la cercanía de la vida humana.

    Una insoportable pendiente te dirige hacia el Lor, río que apellida unas cuantas aldeas, entre ellas Carballo, donde de una cancilla cuelga la bolsa para el pan.

    En este ambiente bucólico y sereno me asusta un perro suelto que me ladra y me sigue hasta que el amo, invisible, lo llama. Ya en Barxa de Lor hay dos rabiosos canes atados que se echan a uno en un sitio donde apenas queda espacio para pasar. Me parece inaudito que las autoridades correspondientes consientan semejante temeridad. Con el corazón acelerado llego al puente de piedra y localizo la zona donde Carlos se dio un chapuzón. Fue hace cuatro años y hoy repetiría, pero esta vez no ha podido acompañarnos. Anguilas y callos nos sirven en Casa Pacita, si bien unos pocos optan por la tortilla de casa al borde del agua fluvial.

    Por la tarde nos esperaban en Margaride las primas Olga Aira, ambas se llaman así. Las cuevas arcillosas de la antigua explotación minera, el viejo alcornoque enraizado en el aire, la ermita de San Vicente –donde se misa en latín–, la fresca bodega y el chiringuito del pueblo plagado de fotos antiguas completaron una mayúscula visita a esta localidad minúscula. Su tradicional fiesta del oro, en agosto, seguramente no se podrá celebrar este año pandémico, pero los vecinos te recibirán siempre con hospitalidad. El Camino de Invierno también es muy recomendable en verano.

    05 jul 2020 / 01:15
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