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|| leña al mono, que es de goma ||

El decreciente glamur de rascar y pintar

EN VERDAD OS DIGO, hermanos, que pasear por ciertas rúas de la zona monumental mete miedo. Escaparates plagados de carteles que anuncian conciertos o performances supuestamente artísticas, farolas y señales empapeladas de publicidad, infinidad de puertas y ventanas en las que no cabe ni un grafitti más, contenedores de basura que parecen sacados de un desguace de chatarra y cheiros a meadas en cualquier esquina.

El casco histórico es Patrimonio de la Humanidad, pero en cuanto te alejas un poco del entorno de la Catedral la limpieza y el ornato brillan por su ausencia en unas rúas que deberían resplandecer, todas, no solo cuatro, como los chorros del oro.

De todo eso hablábamos el otro día, al anochecer, un coleguilla y yo mientras tomábamos unas birras y unos trozos de zorza en la terraza de un bar del Ensanche atestado de universitarios y guiris con look peregrino. Mi acompañante se levantó unos minutos para dar unas caladas a un puro, como esos perfectos fascistas que van a los toros y conspiran, desde sus capitalistas despachos, contra Pedro Sánchez, y en esos pocos instantes dos viandantes que iban a tirar la basura a un contenedor subterráneo dejaron finalmente las bolsas al lado porque la tapa giratoria estaba atascada. ¿Motivo? La basura llegaba hasta el mismo borde.

Un rato después, el perímetro del contenedor ya estaba convertido en una montaña de bolsas malolientes. Nos falta civismo, es verdad, pero nuestros gobernantes tampoco nos lo ponen muy fácil.

Volviendo al casco histórico, ¿de verdad no se puede hacer algo más, mucho más, para mejorar esa penosa imagen? A buen seguro sí, pero las distintas administraciones siguen gastando un pastón en proyectos molones que nadie sabe muy bien para qué sirven mientras se olvidan de lo más básico, que es mantener los espacios públicos en estado decoroso, como si acabara de pasar Mr. Proper armado con un arsenal de escobas, fregonas, bayetas y cremas de pulir.

Ahora, por ejemplo, buena parte de la zona vieja se está llenado de cámaras inteligentes capaces de hacer cosas tan interesantes como contar el número de turistas que pasan cada hora por cualquier calle, cuántas personas se sentaron en un banco o cuántos camiones se fumaron la obligación de no acceder a las áreas restringidas a partir de determinadas horas.

CIUDADES INTELIGENTES. Todo eso está muy bien, o al menos es lo que afirman los expertos en la construcción de ciudades inteligentes, pero lo realmente útil sería que esas cámaras disparasen una ráfaga de misiles a cada imbécil que pillase dejando su huella a golpe de espray o guarreando el patrimonio común. Hala, un gilipollas menos con cada cachada de los citados artefactos, que para contar turistas ya hay muchos departamentos especializados.

Como eso estaría mal visto en una sociedad que apuesta por la reeducación y por las penas consistentes en trabajar unas cuantas horas para la comunidad, que a buen seguro casi nunca se cumplen, al menos el Consorcio de Santiago y el Ayuntamiento podrían crear un brigada específica encargada de limpiar las gracias de los impresentables de siempre. Pero no debería limitarse a lo ya existente, que a todas luces es insuficiente, sino a la puesta en marcha de un pequeño grupo que se encargase de rascar todos los papelotes que inundan las fachadas y cristaleras de los locales vacíos, pintar las puertas y ventanas de las casas con dueños desconocidos o pasotas, y, por supuesto, borrar los grafittis en cuanto apareciesen.

Todo eso tendría un coste anual, por supuesto, pero sería un dinero muy bien invertido -desde luego mucho mejor que el de las famosas cámaras inteligentes del millón de euros- y el resultado empezaría a verse muy pronto.

PERSPECTIVA DE GÉNERO. Pero nada de esto se hará. Pasar la escoba y mover la brocha son actividades con mucho menos glamur que instalar dispositivos inteligentes que miden los flujos turísticos, o bombillas de bajo consumo que no alumbran un carallium (por no pocas rúas del casco viejo hay que utilizar el móvil como linterna si no quieres meterte un leñazo), o esos absurdos mufis que están siempre llenos de mugre. Y además esa actividad nunca conseguiría ni un duro por parte de unas administraciones, incluidas las europeas, que solo financian proyectos en los que figuren cuatro palabras clave: sostenibilidad (a ser posible con perspectiva de género), inclusismo, transversalidad y nuevas tecnologías.

Conclusión: El rollete de fregar, pintar y rascar no deja de ser una paletada propia del siglo XX. Y así nos luce el pelo, la pela y el pele.

17 oct 2022 / 01:00
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