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Hay que soltar a los perros

    AFIRMAN los expertos en comportamiento social que los orgullosos dueños de mascotas deberían ser mucho más cautos y breves a la hora de contar en público las excelencias de sus simpáticos peludos. De hecho, señalan que solo deberían hablar de ellos en un momento y en un lugar muy concretos. El momento es nunca y el lugar, ninguna parte.

    El sentido común indica que algo muy similar deberían recomendar a los papás plastas que no paran de presumir sobre lo inteligentes y espabilados que son sus retoños humanos, pero al parecer contar que Luisito aprendió a andar con solo seis meses, que Vanesita es ya una intrépida amazona pese a no haber cumplido aún los siete años y que Maripuri habla inglés con acento de Oxford sí está bien visto por los especialistas en conducta interpersonal.

    Pese a las recomendaciones de los especialistas de turno, como algunos atravesamos un momento vital muy delicado y estamos hasta el gorro de aguantar giliflautadas, hoy nos vamos a saltar todos los protocolos sociales para proclamar que queremos no solo hablar de animales de compañía, sino abandonar nuestra apariencia semihumana para convertirnos en auténticos perros. Quitarnos los ropajes y el bozal comprado en la botica y bajar a la calle con un hueso entre los piños, gruñir a las pandillitas que escuchan reguetón en los bancos de los parques, regar los bajos de los pantalones a quienes se nos acerquen con ánimo de contarnos su vida, oler las colillas tiradas junto a los árboles, rastrear con el hocico pegado al suelo como si fuésemos un primo aventajado de Sherlock Holmes, perseguir a las palomas, meternos en los charcos y zamparnos los restos de las tapas que vuelan, o volaban, de las mesas exteriores de los bares.

    También queremos dormir hasta hartarnos sobre un cojín calentito, dar paseos agradables por el parque, trabajar menos que un senador, chupetear el bocata de jamón de Manolito, ladrar a las visitas que no son de nuestro agrado, jugar a la pelota en el pasillo, destrozar pantuflas, hacer hoyos en la tierra como si fuésemos tramperos del lejano oeste, viajar cómodamente de paquete en el asiento trasero del coche mientras el imbécil del conductor se pelea con el tráfico, aullar sin ataduras cuando algo nos perturba y ver series nórdicas o coreanas tirados junto a la estufa en la alfombra más mullida.

    Aseguran los expertos que los peludos no se enteran de nada cuando se ponen frente al televisor, pero es mentira. ¿Por qué entonces se ponen tan nerviosos con las larguísimas alocuciones de Pedro Sánchez, cuando las pantojas de turno exageran hasta el agotamiento su gracejo folclórico o cuando los concursantes de Másterchef elaboran platos grotescos? Claro que se enteran, y casi siempre protestan con justicia de causa.

    De todas formas, si por algo deseamos de verdad convertirnos en perros es para poder arrear bocados en los tobillos, ñaca-ñaca, a los epidemiólogos de ocasión y a los supuestos especialistas en pandemias que se han extendido más que el COVID a lo largo y ancho de todo el país.

    Pasada la moda de los cargantes y entusiastas coach, ahora florecen por doquier supuestos expertos en virus que jamás han pisado una facultad de Medicina, de Biología o de Química, y pese a ello no paran de pontificar por todas las televisiones como si hubiesen pasado la vida entera metidos en un laboratorio. A todos ellos hay que soltarles los perros para que dejen de dar la vara. Que la paciencia tiene un límite.

    30 dic 2020 / 00:00
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