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Iria Blanco Brey

    CURSO A CURSO los profesores impartimos clase a multitud de alumnos; pudiera decirse que llega un momento en el que, por los imponderables de la memoria, sus personalidades acaban por disolverse en el tiempo y tan solo quedan retazos de intensidad variable de aquellos con los que se tuvo un mayor trato o bien por sus perfiles más llamativos o carismáticos.

    Pero en el apasionante ejercicio docente hay numerosas excepciones. Para muchos de sus docentes una de ellas fue Iria Blanco Brey. Iria fue alumna mía en dos cursos de Historia del Arte en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Santiago de Compostela (2007-2008 y 2009-2010) con resultados extraordinarios. Su transcurso por la carrera fue de un entusiasmo apabullante. Pero desde el silencio. Era una alumna que evitaba el primer plano, igualmente las primeras filas de la clase.

    Podría decirse que pasaba desapercibida de no ser por una mirada escrutadora y atenta a todo aquello que se explicaba. Este aparente velo de no protagonismo se quebraba una vez que se corregían sus trabajos y se culminaba con sus exámenes. Entonces se manifestaba una brillantez sin ambages. Recreando la vida docente de su protagonista, en la novela The Professor’s House (1925), Willa Cather se refería a aquellos alumnos “de ojo atento, mente escéptica, crítica, una curiosidad despierta” capaces de estimular y comprometer al máximo a un docente. Esa era Iria.

    En 2011 circunstancias familiares me impulsaron a dejar la siempre entrañable USC marchando a Madrid e incorporándome a la Universidad Complutense de Madrid. Aún pude estar en la fiesta de licenciatura de aquella tan bien habitada promoción 2007-2012 pero a los pocos meses, ya desde mi nuevo destino laboral, me enteré de la enfermedad que contrajo Iria.

    Al igual que todos quienes la apreciábamos quedamos conmocionados. Entre los objetivos que barajaba Iria al terminar su licenciatura era el acceso a un contrato predoctoral del Ministerio para la realización de una tesis doctoral. Su ilusión era máxima y cualquiera de los docentes que la tuvimos en las aulas sabíamos de su potencial para triunfar en ese sacrificado campo. Las circunstancias no lo permitieron y con esa ilusión truncada pero con su potencial de luchadora Iria se introdujo en una verdadera gigantomaquia en pro de sobreponerse al desmantelamiento de su salud.

    La debilidad del tratamiento no la doblegó: su tesón, su fuerza de voluntad, su afán por insertarse en la cotidianeidad y el prurito por no reflejar dolor en los encuentros con sus allegados dejó múltiples escenas para recuerdo. Un ejemplo de tantos: en 2018 llevé a un grupo de alumnos madrileños de máster a visitar la Catedral.

    Ella quiso venirse con el entrañable Bieito Miranda, compañero que fue de su promoción. Con una fragilidad llamativa era conmovedor verla subir y bajar las torres y atender a todas y cada una de las explicaciones. Al acabar la jornada, agotada, agradeció a los alumnos que no les hubiera perturbado su compañía por su dificultad de locomoción. Iria quería seguir absorbiendo conocimiento fuera como fuese. No eran pocos los mensajes, siempre con un humor delicioso, pidiendo orientación bibliográfica sobre esto o aquello. Escudriñaba todo aquello que se le ponía delante y su afán por saber y conocer fue inagotable.

    Pero además Iria tuvo la inmensa fortuna de tener tras de sí una familia formidable: Toño Blanco, Teresa Brey, sus padres, y Belén, su hermana, formaban un verdadero equipo que hacía su vida sostenible y llevadera impulsándola a encontrar su yellow brick road. Y ello no fue baladí para que en los últimos años, blanca-lluvias, como yo la llamaba cariñosamente, recuperase un brío que recordaba al de su época universitaria. Su pérdida es muy grande. Pero su maravilloso y perenne recuerdo queda ya impreso, indeleble, en lo que nos quede de vida.

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