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La guerra de las estatuas

ASISTIMOS a una nueva rebelión iconoclasta que pretende derribar de sus pedestales a muchos de los próceres del pasado, más o menos olvidados la mayoría de ellos. Hasta personajes como Colón o el mismísimo Hume, Le Bon David, son atacados, este último por unas líneas desafortunadas en alguno de sus ensayos. Todas estas noticias me trajeron a la memoria el recuerdo de un viaje familiar a París en el que hicimos una parada en la siempre acogedora ciudad de Bayona, en las orillas del Adour.

Fue entonces cuando me di de bruces con la estatua del cardenal Lavigerie (1825-1892), arzobispo de Argel y Cartago, y con su increíble dedicatoria firmada nada menos que por Léon Gambetta, el político republicano radical que se escapó en globo del París cercado por los prusianos.

Dejaremos el texto en francés para que no se me acuse de exagerado: Le cardinal et ses missionnaires rendent en Tunisie plus de services ou un corps d’armée. Asombroso. El amigo Gambetta se permitió el lujo, en 1889, de refutar a Stalin, que muchos años después se haría aquella pregunta retórica, ¿Cuántas divisiones tiene el Papa? Claro que el sátrapa georgiano tampoco sabía que el papa Wojtyla, que no tenía ninguna división pero que era polaco y conocía bien la bota rusa, iba a contribuir eficazmente a desmontar su legado político.

No creo que los bayoneses estén muy preocupados por la estatua y su leyenda. Son gentes jocundas, amantes de la buena mesa, aficionados al rugby, ciudadanos que disfrutan de la vida, en la medida de lo que eso es posible, en esos confines de la Gascuña, el País Vasco y el Bearn. Tipos listos, comerciantes, que les venden a los franceses eso que llaman “jambon de Bayonne”.

De todas formas me atrevería a darles un humilde consejo. Adecenten la estatua, que brille la dedicatoria de Gambetta. Lleven allí en viaje formativo a las chicas y chicos de los liceos, que lean bien la inscripción y que tengan como tarea elaborar luego una sesuda composición, comme il faut, digna del bachillerato francés, sobre las oscuras conexiones entre la religión y el reino de este mundo. El siglo XIX es muy formativo y agradecido porque las cosas se hacían más a las claras. Ahora hay que leer varios periódicos y hacer una labor de detective para enterarse de algo.

Pero no nos amarguemos. Los muchachos podrían seguir con su excursión didáctica y disfrutar de Biarritz y San Juan de Luz e incluso subir al monte Larrun en el encantador tren de cremallera. Desde ese mirador excepcional podrán contemplar, si la ausencia de niebla lo permite, las risueñas tierras vascas de España y de Francia. Allí se les podría hablar de Pierre Loti, cuya novela Ramuntcho tradujo Doña Emilia Pardo Bazán o de Francis Jammes, el poeta católico que disfrutaba de la vida sencilla. O de Pío Baroja que en su ”Momentum Catastrophicum”, de 1919, soñó con un imposible país del Bidasoa libre de moscas, frailes y carabineros. Todas gentes nativas o acogidas a esa tierra amable que también era la del cardenal Lavigerie.

Y el compostelano que considere que todo esto son asuntos lejanos que no le conciernen, puede darse un paseo por la Alameda y saludar a Don Casto que le hace compañía a los patos del estanque. Refresquen sus conocimientos históricos y la matraca de la honra y los barcos, la antesala

de Cuba y las Filipinas.

Y así nos entretenemos con las guerras culturales, como los bizantinos en su momento con las disputas religiosas y la destrucción de las imágenes. A mí me parece que lo más prudente sería dejar las estatuas en paz, salvo casos clamorosos claro; al fin y al cabo tan solo las palomas las frecuentan. Sic transit gloria mundi.

21 dic 2021 / 01:00
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