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La maldición en tinta

Hace unas semanas pude disfrutar del programa que RTVE dedicó a la sustracción del Codex Calixtinus de las entrañas del archivo de la catedral compostelana, allá por 2011.

Llamó, sobre todo, mi atención, sobrecogiéndome, las tesis que sugerían la maldición que recoge el Codex para quien perturbe su eterno descanso en el sacro templo de la capital de Galicia y que, efectivamente, pudo, quién sabe, cobrarse la ambición de quienes quedaron atrapados en la tela de araña tejida a partir de aquella simple y desleal decisión del culpable de adueñarse del tesoro para perjudicar a su protector, el deán mindoniense, José María. Este relato de exilio, desvelo, persecución y enfermedad; en definitiva, sufrimiento, me impacta hasta el punto de llevarme a investigar el apasionante mundo de las maldiciones que, en tinta, se imprimieron en el pergamino de los principales libros del Medievo, trazadas por la mano de anónimos monjes que trabajaban desde la oscura soledad de lo más profundo de los scriptorium de los monasterios, a fin de preservar de impuras intenciones sus magnánimas obras, redactadas desde el esfuerzo y el conocimiento, quizá invirtiendo años en su confección.

Así, crueles castigos y feroces condenas demoníacas, dolor y perdición, imprimían temor y respeto a la sociedad medieval, época en que desde los capiteles y canecillos de las iglesias del tercio norte peninsular se ilustraba a las gentes sobre el Mal encarnado en los pecados capitales, que llevarían al miserable que se dejara embaucar por sus pasiones al Fuego Eterno.

Como tuvo oportunidad de señalar el escritor americano Marc Drogin en su compendio sobre las maldiciones que recogían los libros medievales, cuanto más morbosa era la maldición, respecto a los detalles del sufrimiento físico de que advertía, mayor era su efectividad para alejar intenciones de dañar, sustraer o quemar dichas obras. Señala Drogin como ejemplo uno de los libros que guarda el Monasterio de San Pedro, en Barcelona, cuya maldición reza: “Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que queden paralizados y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas, como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre”.

Todo ello más allá de la más famosa de las maldiciones, sobre excomunión, que pesaba sobre quienes tenían a su alcance los ejemplares de la biblioteca de la Universidad de Salamanca, dado que, para aquellas gentes, en aquella época, saberse fuera de la Iglesia era ya una condena en vida al Infierno.

Sobre el origen del Codex Calixtinus hay quien sostiene, entre los historiadores, que fue el Arzobispo Gelmírez (s. XI) quien, con un objetivo propagandístico del lugar donde yacía Santiago como meta de un camino para la salvación de las almas, habría sugerido al Papa Calixto II la confección de una obra que acercara a los fieles de Europa a las profundidades del antiguo bosque de Libredón, donde acaeció el milagro que determinaría el origen del Camino de Santiago.

Esta obra universal, que recogía la primera gran guía de peregrinación para quienes caminaban hacia Compostela buscando el favor del Hijo del Trueno, apóstol de Cristo, cuyos restos reposaban en el corazón de Galicia, tierra del fin del mundo, más allá de la cual no existían sino monstruos y abismo, plasmaba, además de himnos al Apóstol, consejos para los peregrinos, piezas musicales, textos litúrgicos, etc, una maldición dirigida a quienes molestasen a sus portadores o lo sustrajeran de la catedral, su templo.

A tal efecto merece la pena traer a colación a quien quizá fue el más importante de los personajes que han custodiado el Codex en la historia; el Papa Inocencio II (s. XII), quien, como protector de este singular tesoro, se enfrentó a todo tipo de males y desavenencias. No obstante, siempre, como él relataba “el códice y yo sobrevivimos”. ¿Cuál es, pues, la magia que encierra este libro? La fuerza de lo desconocido, de lo que nos supera, de lo que no entendemos y, por tanto, nos llena de temor.

La leyenda del Códice palpita con fuerza, desde siempre, en el corazón de la catedral de Santiago. Su fuerza se manifiesta y nos sobrecoge a través del hondo sonido de las campanas, que recorre las callejuelas mojadas de la solitaria Compostela invernal.

Llega a los lúgubres rincones de una ciudad iluminada por amarillentos destellos, donde el misterio vaga, entre cantos litúrgicos y lejanos pasos de eternas sombras llenas de vida y se entremezcla con un profundo respeto hacia lo sagrado, que cala y moldea el carácter de las gentes, como en el Medievo. Quien vive en Compostela desarrolla en su interior la sensación de que aquí la historia se compone de lo real y lo místico, lo legendario y oculto. El Codex protege a los gallegos, a los peregrinos y al Camino. Reposa y ofrece su Conocimiento, su tesoro, a todos, pero para sí exige respeto so pena de temibles tormentos para quien ose perturbar su descanso salvífico.

23 ene 2023 / 01:00
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