Música, siempre...

Despedidas y reencuentros. Era lo normal en esta época del año: recogida de bártulos, adioses y retorno a la normalidad, incluso algunos sumidos en el síndrome postvacacional. Ahora poco o nada se repetirá, pero quizás podamos apreciar que no es tan cierto como parece que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino que lo mejor es lo no venido -el futuro- al tiempo que podamos redescubrir que el pasado nos enseña.

También en la cultura todo está patas arriba: eventos cancelados, desaparecidos, reinventados o pospuestos sine die o para el sobrecargado año jubilar compostelano... Toca hacer encaje de bolillos para reprogramarlos en días de 24 horas, semanas de 8 días y sin acorralar a un público ávido y presto en deseos de disfrutar de sus aficiones, pero sumido en la tarea de conciliar el lecer con nuevos retos, problemas pendientes y desembolsos de toda índole.

¿Estamos para músicas, gaitas y sonatas? Ante situaciones similares nuestros predecesores picheleiros nos dieron algunas lecciones de vida. Veamos cuáles.

Primer leitmotiv: estar a las duras y a las maduras, al margen de inevitables eventualidades. Con exquisita educación, pero sin reparo, los músicos siempre fueron pedigüeños. Nunca tenían suficiente para vivir en paz y armonía, ni aun respirando sus propios acordes. Al incorporarse a la Catedral -su factoría musical durante siglos- se les abastecía de ropa, profesores, salario... Eran hombres o infantes (niños de coro) que contaban con escasos posibles, pero al integrarse en tal institución se esforzaban para estar a su altura siendo conscientes del honor, decencia y decoro del nuevo estatus y obligaciones.

¿Por qué o para qué pedían si además se sentían honrados por lo que hacían? Por lo mismo que pedimos todos cuando se desequilibra nuestro estado de bienestar: desastres naturales (hambrunas por sequías, pestes o malas cosechas), imprevistos familiares (enfermedad o muerte de allegados, estudios de los hijos) o percances personales (indisposiciones, desplazamientos repentinos). Múltiples reclamos para múltiples necesidades sobrevenidas al ser humano, tanto entonces como ahora.

Además, en Santiago no era “doado” vivir. Urbe con halo cosmopolita y meta de ilustres peregrinos, ofrecía condiciones habitacionales insalubres y precarias que dificultaban la mera existencia.

Alexander Jardine, refiriéndose a la Compostela de 1778, escribía sobre la Catedral y su entorno: Con todas sus riquezas y ornamentos, no es más que una mazmorra melancólica... Las calles y los mejores edificios, construidos con un gusto bárbaro, están en su mayor parte sucios y en ruinas. Solo hace una salvedad: Pero lo mejor de aquí es la música sacra, que a menudo es muy hermosa, tanto en lo que respecta a la composición como en lo relativo a la ejecución, a cargo de buenas voces e instrumentistas.

Aquí se vislumbra otro leitmotiv: esos músicos antepusieron su oficio a sus intereses. Sabían por y para quienes trabajaban: el templo, Compostela, sus gentes y visitantes. Tenían una notoriedad y una relevancia social incuestionable, pero en todo momento -benigno o no- aportaron a la Catedral, a su entorno y a la historia, un legado impagable.

Los tiempos no parecen propicios para músicas, gaitas ni sonatas, pero ¿qué haríamos sin ellas?

No se trata de volver a los balcones ni saturarse con reiteradas y banales melodías. Sí de considerar, valorar y obrar en consecuencia lo que apuntaba en 1757 Rodríguez de Hita sobre la Música: Es útil en general, útil respecto al músico y a ella misma; útil respecto al que la ejecuta, y al que la oye; útil respecto a lo espiritual, y a lo temporal.

Es tiempo para músicas, siempre. Ante las adversidades, también. Muchos apreciaron que les hizo más llevadero el infortunio vivido. Si el pasado nos enseña, seguro que sabremos ya que nos hará más soportable la siempre inquietante incerteza futura.