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Obsoletos

Estos días se habla mucho de las personas mayores y de sus problemas con los servicios bancarios. En realidad confluyen aquí una serie de problemas diferentes. En primer lugar una gran concentración de la banca que ha eliminado una enorme cantidad de sucursales, dejando a muchos lugares sin la oficina habitual en la que la gente iba resolviendo sus asuntos. Pero en segundo lugar, y de forma simultánea, la banca ha entrado de lleno en el proceso digital endosándole al cliente, a través de ordenadores y teléfonos, mucho del trabajo que antes realizaban ellos. Evidentemente las carencias informáticas de la gente mayor limitan mucho su capacidad de acción y la sumen en un desconcierto un tanto angustioso.

Pero todo esto no deja de ser solo un aspecto de algo más general, de una serie de cambios que barren el mundo como un tsunami y que hemos dado en llamar la revolución digital. Desde que los ordenadores empezaron a reducir su tamaño y aumentar su velocidad de tratamiento de datos, desde que se implantó masivamente internet en todo el mundo y, en fin, desde el desarrollo vertiginoso del teléfono móvil, la economía ha sufrido una transformación explosiva y sentimos el dudoso privilegio de ser espectadores de primera fila de cambios que todo lo trastocan. Y evidentemente no es lo mismo asistir a esos cambios con veinte años que con setenta, aunque haya un número considerable de mayores que se defienden dignamente con la informática y la utilizan de modo habitual.

Cuando en el S. XIX tuvo lugar la revolución industrial las cosas se hicieron a la brava y sin ningún tipo de reparo moral: basta leer a Dickens o los informes de Engels sobre los padecimientos de la clase obrera inglesa para saber del enorme dolor y sufrimiento que acompañó todo el proceso. Desde entonces el progreso científico ha crecido de modo exponencial y los cambios sociales se han extendido por todo el planeta. El mundo se ha quedado pequeño, literalmente. En ciertos lugares, lo que llamamos occidente, y sobre todo a partir del fin de la segunda guerra mundial, floreció un cierto estado de bienestar y en este siglo XXI, gracias a la llamada globalización, vastos sectores de la humanidad han logrado mejoras sustanciales aunque en nuestros países observamos un aparente retroceso en las condiciones de vida que habíamos alcanzado.

¿Cómo vemos el porvenir? Sospecho que con inquietud. Los cambios muy acelerados provocan una inevitable ansiedad, que es directamente proporcional a la edad de los que los sufren, pero no olvidemos que toda generación, toda, llega a un punto en el que se ve superada y sobrepasada por los acontecimientos. Por todo ello sería prudente que los poderes públicos acompañaran en lo posible todas estas transformaciones ayudando a aquellos sectores que más las sufren. Sería importante que los estados vigilaran el desarrollo científico tratando de canalizarlo hacia el bien general, evitando la exclusión de parte de la población. Hablamos de cosas muy serias: avances médicos casi impensables, inteligencia artificial, automatización de procesos industriales, control de la población y así sucesivamente. Pero también vemos en el horizonte nubarrones políticos, financieros y económicos que apuntan a un mundo muy desigual y lejos de los objetivos humanitarios más razonables. Y eso sin hablar del desafío climático y de la sostenibilidad de nuestro modo de vida.

Mientras escribo estas líneas veo que algunos bancos intentan reaccionar, con su meliflua publicidad habitual, ante el descrédito evidente que sufren y nos quieren convencer de que van a llevar en palmitas al cliente mayor y sobrepasado. No es que piensen que somos tontos, que lo piensan, pero es que ni los que diseñan esas campañas cursis saben que en breve beberán el jarabe de su propia medicina.

Me acuerdo ahora de Paul Lafargue, un decimonónico optimista, que escribió aquel famoso panfleto “El derecho a la pereza”. En su libro defendía una humanidad que debía disfrutar de la vida mientras el trabajo lo hacían las máquinas. Pero parece ser que el hombre arrastra alguna oscura maldición que le hace vivir siempre en el filo de la navaja. Un cristiano hablaría del pecado original, que también podemos considerar una sutil metáfora de nuestra condición humana.

Y por si fuera poco ahora tenemos que lidiar con la guerra y sus funestas consecuencias. Tiempos demasiado frenéticos. Mal asunto

19 abr 2022 / 01:00
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