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|| leña al mono, que es de goma ||

Que vuelvan las postales, por favor

ALGUNOS SUFRIMOS graves desajustes neuronales con tan solo escuchar la palabra influencer, así que los lectores comprenderán el hastío que nos embarga cada vez que alguien intenta captar nuestro interés contándonos los millones de seguidores que tiene Fulanita en su cuenta de Instagram o el furor global que levanta Zutanito con sus agudas reflexiones en Facebook, Twitter o similar.

Dicho en otras palabras, nos importa un arándano que la famosa de turno gane un pastón a base de hacer cosas tales como contar a sus amiguitas virtuales cómo se pinta las uñas o recomendar qué falda pega mejor con el jersey marinerito que compró en su último viaje a Venecia, donde a buen seguro aparecerá mirando hacia la lontananza con la vista perdida, como si estuviese pensando y todo. Lo mismo ocurre con esos instagramers machos que cada día cuentan a su parroquia cosas tan interesantes como a qué gimnasio van para mantener la chocolatina o qué tipo de zanahorias cenan con el fin de no ponerse fondones.

Los protagonistas de las redes sociales y sus millonarios seguidores alegarán al respecto, sin duda con razón, que los detractores de tales iniciativas lo único que tienen que hacer es no pinchar dichos enlaces, pero lo cierto es que escabullirte de esa plaga se ha convertido en una misión imposible. De hecho, es como encender la tele y pensar que podrás librarte de ver el careto de Jorge Javier Vázquez, de Belén Esteban, de Rociíto o de los plastas tertulianos que copan todos los programas. O sea, que busques lo que busques a través de san Google te acabarás topando de forma inexorable con alguna petarda o petardo poniendo morritos ante un espejo, mostrando su último tatuaje étnico o vacunándose con gran valentía tras cumplir de forma escrupulosa, por supuesto, todos los protocolos sanitarios. Qué pesadez, uf.

Enorme parida. Una de las grandes paridas que ha inundado estos días Internet es la triste separación de una influencer al parecer muy famosa, de cuyo nombre no quiero acordarme, y su novia, que también arrasa en las redes sociales poniendo posturitas y probándose ropa. Una de ellas confesaba estar muy triste y pedía a sus fans de forma encarecida que no juzgasen dicha ruptura y que no la hiciesen daño con comentarios fuera de tono, mientras que su exmedia naranja venía a decir, llorosa y compungida, más o menos lo mismo.

Y bien, majas, ¿si no queréis que os juzguen o critiquen, para qué contáis vuestra vida a los cuatro vientos? ¿No será que en realidad os encanta ese rollo? Pues eso, que ya somos mayorcitos.

De todas formas, la creciente gilipollez que nos invade no es solo culpa de las redes sociales. Todo esto empezó hace ya bastantes décadas, cuando Internet ni estaba ni se le esperaba, a través de formatos diferentes pero con una filosofía muy similar. De aquella estaba muy de moda, y aún permanece, que las revistas de colorines contratasen a la modelo tal o el actor cual para hacerle un reportaje fotográfico en parajes lejanos y por lo general poco desarrollados con el único objetivo de publicitar diversas marcas de moda elitista, pero todo ello camuflado bajo un deshonesto manto de solidaridad. Así, la miss de turno, el buenorro más cotizado de las telenovelas o la última famosa salían luciendo faldas vaporosas, pantalones de pinzas, sandalias de color arena y gafas de sol que costaban un pastizal bajo titulares indecentes al estilo de “Perengana se emociona al abrazar a los niños de África”, o “Periquita ayuda a las misioneras de Pobrelandia”, o “Mark descubre su faceta más social con las tribus del Okenlohe”. Por supuesto, los protagonistas de estos viajes siempre regresaban marcados por lo que habían visto y deseosos de ayudar mucho más a los demás tras haberse encontrado a sí mismos. Y algunos lectores hasta se creían sus indigestas milongas solidarias.

En el camino. En los últimos días hemos visto también cómo el Camino de Santiago se ha convertido, igualmente, en foco de inspiración para un buen número de instagramers que van narrando a sus seguidores lo que sienten y experimentan según caminan hacia la tumba del Apóstol. ¿Hay algo malo en ello? En absoluto, porque se supone que esa iniciativa animará a muchas personas a lanzarse a la Ruta después de muchos meses de parón. Lo único criticable es que todo este rollo destila un cierto aroma impostado, artificial y fingido, como una boda de conveniencia o una fiesta con invitados pagados. Y provoca que cada vez echemos más de menos a esos peregrinos que caminan solos, se emocionan en soledad y envían unas pocas postales escritas de puño y letra en vez de mil mensajes de móvil. Maldita modernidad.

19 jul 2021 / 01:00
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