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Quiero ser rapero y caer bien a Almodóvar

{Recuerdos de Budapest}

Amuermado sobrino, ya sabes que soy un rígido cumplidor de la legalidad y que jamás he tenido problema alguno con la Justicia, salvo cuando bebí algo de más en un pub de mala muerte de Budapest y me lié a bastonazos contra el barman por echarme hielo en el whisky de malta. Aquella vez, Damián, tuve que pasar la noche entera en una sombría comisaría de la rúa Petula Andrassy, hasta que mi padre, haciendo uso de sus buenos contactos con la diplomacia internacional, logró que me soltasen sin cargos y en medio de no pocas palmaditas en la espalda por parte de los agentes que me custodiaban, a los que obsequié nada más llegar con varios puros Montecristo y con la petaca de plata que siempre llevaba en el bolsillo interior de mi capa púrpura. Ahora, en cambio, cada vez siento más ganas de transgredir el ordenamiento jurídico mediante acciones tales como componer un rap obsceno, andar en pelota picada por las calles o circular con mi carruaje de caballos sobre el empedrado de la rúa do Franco a más de cuarenta por hora, que es la velocidad máxima que alcanza mi fiel mascota Petrus cuando le doy para desayunar heno rociado con Red Bull. Así conseguiría el aplauso de infinidad de fuerzas políticas y de colectivos proclives a defender con ardor a toda suerte de golfos, además del de personajes como Pedro Almodóvar y Javier Bardem, mientras que siendo formal nadie me hace caso. También pensé en hacerme negacionista, como el cantante Miguel Bosé, el médico ourensano Carlos González de la Cuesta o la profesora del colegio La Salle que supuestamente daba clase sin mascarilla, pero creo que consiguen más fama y apoyos los que se ciscan en la Corona o en las víctimas del terrorismo. Nuestro país es así, sobrino. Different, por no decir absurdo.

{sobre los negacionistas}

En torno al asunto de los negacionistas, he seguido con mucho interés el caso de la citada docente y no paro de preguntarme cómo una persona formada puede llegar a conclusiones tan surrealistas como las que defiende dicho colectivo. En cualquier caso, todo indica que tanto el conselleiro de Educación, don Román Rodríguez, como el director del colegio, don Jesús Martín, y la presidenta de la ANPA, Montse Trillo, han actuado con la diligencia que se esperaba de ellos, así que problema resuelto. En vez de negacionista me haré, pues, raperista, y no dudes en que mis letras serán muy malsonantes cuando me refiera al tal Pablo Hasel, cuya calidad semeja a la de la carne de pescuezo. O aún peor.

{despachos peculiares}

Ya he mandado, sobrino, sendos telegramas de felicitación tanto al anterior deán de la Catedral de Santiago, don Segundo Pérez, como a su sustituto en el cargo, don José Fernández Lago, cuya mesa de trabajo, por cierto, está aún más llena de papeles, libros, portalápices, matasellos, estatuillas y objetos varios que la mía. En cuanto a su librería, a tenor de lo que aprecié en las fotos publicadas en este nuestro periódico, te digo lo mismo, y eso que en cierta ocasión me cansé de contar los volúmenes que poseo cuando superé la cifra de cuatro mil y comprobé que, a simple ojo, me quedaban al menos otros tantos por computar. La peculiar maraña que reina en mi despacho no es, en realidad, culpa o responsabilidad mía, sino de mi exmujer, la infiel Marie Louise, que tenía la desagradable costumbre de comprarme mil trastos inservibles cada vez que salía de viaje, todo ello con el supuesto objetivo de adornar el refugio donde yo oro et laboro. De esa forma, llegué a juntarme con al menos una decena de ridículas figuritas con forma de loro, otras tantas tazas multicolores para meter bolígrafos, infinidad de marcos de fotos, múltiples bustos de personajes históricos con forma de pisapapeles, cincuenta cajas que no se para qué sirven, algunos relojes con peana de diseño mejorable y hasta varias dagas que en teoría deberían servir para abrir cartas, aunque yo las utilizo para cascar nueces, mi aperitivo preferido. Es decir, que mi despacho parece más bien el mercado de Estambul, aunque sin alfombras y babuchas. He de hablar de todo esto con don José para ver si se anima a apuntarse conmigo a un club minimalista. Te iré informando de mis gestiones al respecto.

{cabinas telefónicas}

Mucho me alegro, Damián, de los raudos trámites que realizó el concejal de Obras, don Javier Fernández, para retirar las feas y obsoletas cabinas que jalonaban varias rúas de nuestra ciudad sin más misión que entorpecer el paso a los viandantes y ser pasto de los grafiteros, los raperos, las faunas estalinistas y otras yerbas por el estilo. Yo solo tuve que utilizar uno de esos engendros hace muchos años, cuando los móviles aún no existían, tras quedarme tirado con mi calesa a la altura de la plaza de Vigo y he de confesarte que fue una de las experiencias más desagradables de mi vida. Aquel día llovía mucho y pensé que los absurdos tejadillos que protegían los teléfonos me resguardarían también a mí del aguacero, pero mi sombrero borsalino acabó más mojado que la gorra del capitán Pescanova y mi capa de terciopelo también se echó a perder en medio de grandes manchurrones de humedad.

Para colmo, el auricular me dio un calambrazo y un pintamonas estuvo a punto de arruinarme mis botines de piel cuando se disponía a rociar con spray el locutorio contiguo. Nada esto me ocurría cuando residí una larga temporada en Londres, cuyas cabinas telefónicas, además de hermosas, eran y siguen siendo útiles, ni en Viena, donde la gente es tan formal que cada locutorio contaba con una especie de páginas amarillas siempre en perfecto estado de revista. ¿Te imaginas qué pasaría en España si pusiésemos al alcance de todo el mundo cualquier tipo de artículo tan rompible y vulnerable como una guía de teléfonos? Ya te respondo yo: no duraría ni un minuto. Y además aplaudiríamos a los destrozones si la Policía les arrease una colleja. Te dejo, Damián, he de tomar mis medicinas contra la depresión.

01 mar 2021 / 01:00
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