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Ridículas duchas con chorritos laterales

{maldita artritis}

Tatuado sobrino, llevo muchos años siguiendo las investigaciones sanitarias que desarrolla el instituto IDIS de nuestra sacrosanta ciudad y estoy seguro de que en el plazo de muy pocos años, como espera la doctora María de la Fuente, habrá descubierto nuevas técnicas para combatir con eficacia el pesado dolor que provoca la osteoartritis. Se trata de un mal que padezco desde hace ya muchos años, como bien sabes, y que me impide hacer cosas tales como atarme los botines de piel que compré en Chelsea, tarea que encomiendo a mi asistente personal, O´Leary, o superar el borde de la hermosa bañera de porcelana con patas que perteneció a mi abuelo paterno, el coronel Manfred von Snacker, en cuyo interior encontró la muerte por indigestión y posterior ahogamiento tras engullir un cabrito entero al regresar de unas maniobras militares en las que la comida escaseaba. Al final me voy a ver forzado a jubilar dicha pieza de museo y comprar una de esas horribles pero cómodas duchas de cabina de cuyos laterales salen mil chorritos de agua a diferente presión, mecanismo que me incomoda sobremanera y me hace sentir bastante ridículo. La primera ducha de ese tipo la probé hace ya unos treinta años en un renovado hotel histórico de Nueva York, a cuyo responsable, un tipo desabrido que aseguraba no entender mi perfecto inglés, llamé la atención por desprestigiar un establecimiento de tanta categoría con artilugios propios de ejecutivos agresivos que dicen no tener tiempo ni para tomar un baño en condiciones. Como tu novia alternativa, que yo creo que solo se ducha cuando la lluvia le pilla en la calle representando alguna de esas absurdas performances que tanto gustan a los escenógrafos modernos. No sé, Damián, todo el arte actual me parece ordinario y vulgar a más no poder, así que yo seguiré viendo teatro clásico y escuchando La flor de la canela, de mi adorada María Dolores Pradera, y a Los Panchos en mi gramófono de 1920.

{rostos inexpresivos}

Te comentaba, Damián, que confío mucho en las investigaciones del IDIS y en su magnífica plantilla de científicos, a varios de los cuales conozco y trato desde hace mucho tiempo, entre ellos al que durante muchos años fue director científico de la institución, el doctor José Castillo, experto en Neurología al que debería consultar por qué últimamente sufro convulsiones en cuanto veo a Pedro Sánchez o a cualquiera de sus ministros en la televisión, especialmente los del sector jipi que lidera doña Ione Belarra. ¿Por qué tendrá siempre esa cara de mal café y por qué doña Yolanda Díaz, en cambio, no para de sonreír? Desconozco la respuesta, sobrino, pero prometo escribir un vibrante manifiesto sobre la necesidad de mantener el rostro inexpresivo y sin transmitir emoción alguna, arte en el que los aristócratas con flema británica somos unos grandes expertos. Opino que un buen modelo a seguir sería Joe Biden, que parece tener siempre el mismo rictus de tarifa plana, sin alteraciones que no vienen a cuento, aunque a veces creo que es porque se pasa el día entero dormitando. Tendré que enviar un telegrama a la Casa Blanca para comentar a los asesores del presidente de Estados Unidos mis impresiones al respecto.

{trotar como un jabalí}

A la que también admiro mucho como investigadora, Damián, es a la actual directora científica del IDIS, la doctora Luz Couce, aunque como su especialidad es la pediatría me temo que no es la profesional más adecuada para tratar los múltiples males que padezco desde que entré en la edad provecta. Ahora me ha salido un barrigón de tal calibre que parezco un balón de Nivea y mi médico de cabecera, que es muy pesado e insistente, lleva mucho tiempo dándome la brasa para que contacte con un buen nutricionista y con un entrenador personal a nivel deportivo. Lógicamente pensé en don Santi Carro, que domina ambas técnicas, pero temo llamarle y que me ponga a correr como un vulgar jabalí desorientado por esos montes de Dios ataviado con un uno de esos horribles chándales que tanto gustan a los atletas urbanos. O que me meta en un gimnasio plagado de aparatos infernales diseñados para torturar a la gente con buenos modales. Yo, torpe sobrino, solo estoy dispuesto a hacer algo de deporte si me dejan practicarlo en pantalón largo de tela o lana, preferentemente con dobladillo, camisa de vestir, corbata con nudo Oxford, chaleco abotonado, chaqueta de tejido escocés y zapatos de doble hebilla. Podría prescindir de mis capas decimonónica de color granate o morado, pero no estoy dispuesto a ceder más. En cuanto a la alimentación, también temo que quiera atiborrarme de brócoli hervido, muy eb boga entre los nuevos chefs, así que voy a repensar con más calma el asunto.

{cuartos individuales}

Como sabrás, sobrino, don Alberto Núñez Feijóo presentó hace unos días el proyecto para ampliar el hospital Clínico, que ganará un 30% más de superficie, aunque a mí lo que más me interesó es la promesa de que el centro contará, al fin, con un número amplio de habitaciones individuales. El número exacto lo desconozco, porque parece ser una especie de secreto de Estado, pero espero que alguien me brinde al final la información solicitada. Mi deseo es morir, dentro de muchos años, en la alcoba más soleada de mi mansión, rodeado por sacerdotes que hablen latín y que porten crucifijos de tamaños variados, pero si por alguna razón soy trasladado al CHUS en mis días postreros lo lógico sería poder contar con al menos un par de habitaciones reservadas exclusivamente para mi esparcimiento y una a mayores para mi asistente personal, aunque él podría alojarse sin problema en un habitáculo más pequeño y humilde. He de contactar con la gerente del complejo, doña Eloína Núñez, para que tenga en cuenta estos pormenores si algún día me ve por allí decrépito y macilento. Te dejo, Damián, altas responsabilidades diplomáticas requieren mi atención urgente.

22 may 2022 / 01:00
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