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Sobre el olvido

TODOS NOSOTROS tenemos para uso propio o familiar ciertas palabras o expresiones que aprendimos de niños y que luego hemos visto que no son de uso general. A mí me pasa con algunos términos en euskera dado el origen de mis padres, pero recuerdo también que mi padre cuando alguien se quedaba callado y no intervenía en una discusión soltaba un enigmático Exauto, exauto, dixo Mareque e ti nin eso dixeches, expresado así en un gallego popular poco normativo. Al cabo de mucho tiempo pude comprobar que nadie a mi alrededor conocía la expresión y todo lo que yo recordaba es que el dicho se aplicaba a un político que nunca hablaba en el parlamento y al que los compostelanos se tomaban a broma hasta que un día se arrancó con un Exauto, exauto para apoyar a un correligionario que disertaba en la tribuna.

Mi padre había escuchado la historia en sus rondas por el Franco. Debió ser por los años 50 y se la oí a menudo, pero solo a él. Eso me llevó a conjeturar que quizá se refiriese a algún hombre de la Restauración y me hizo olvidar el asunto aunque la frase la incorporé a mi repertorio personal. Pero hace poco, retomando la investigación, me encontré de repente, en una página de la Fundación Pablo Iglesias, con la ficha de José Mareque Santos (1871-1937), carpintero, panadero y sindicalista, gaditano emigrado a Santiago ya en 1890 y elegido diputado en 1931 en las listas del PSOE.

Al terminar la legislatura se quedó en Madrid y trabajó en la Biblioteca Nacional. Murió en 1937, en plena guerra civil. Creo razonable pensar que aquí tenemos al hombre silente que dio origen al dicho. Lo que me sigue llamando la atención es que el chascarrillo pasara al olvido de una forma tan radical. Después de meditarlo he acabado pensando que a lo mejor todo lo que le contaron a mi padre ya era un cuento del pasado que conservaban algunos y que aquí interviene el silencio espeso de los años fatídicos de la guerra y primera postguerra, silencio que ha intentado romper Suso de Toro con su estimulante obra sobre Don Ramón Baltar.

Recuerdo las comidas en casa y el plato de lentejas; mi madre largaba el cuento de su riqueza en hierro y mi padre aludía a las benéficas píldoras del Doctor Negrín, un galeno para mí desconocido, que deberíamos apreciar en su valor. Veo a una prima de mi padre apagando la radio en el momento en el que empezaba el himno al terminar el parte. Aquí está mi madre hablando de cuando Alcalá-Zamora visitó el pueblo y los niños fueron a recibirlo a la estación agitando banderitas. Pequeños detalles cotidianos que fui aclarando muchos años después. Para entonces el silencio había llevado al olvido y los hechos se habían vuelto brumosos.

Cuando uno va cumpliendo años empieza a comprender estos mecanismos de la memoria, aunque no se apliquen a asuntos dramáticos. A veces uno recuerda aspectos de su propia vida como si se tratase de alguien ajeno y llega a olvidar lo que hizo en determinados momentos o a gente con la que tuvo un cierto trato.

A mí me parece que Compostela es una ciudad propicia para el olvido; estudiantes y turistas que vienen y desaparecen. Aquí parece que no cambia nada, pero el que cada piedra siga en su sitio generación tras generación, y algunas desde Gelmírez o el Maestro Mateo, no nos dice gran cosa sobre sus gentes y los recuerdos que se transmiten. A veces yo me tropezaba en la calle o en alguna librería con Juan Cebrián, que había sido mi profesor de religión. Siempre pegábamos la hebra y él me contaba sus teorías sobre la relación de nuestra ciudad con la Iglesia de Jerusalén o alguno de sus estudios jacobeos.

Recuerdo que una vez le dije, ‘carallo Juancho, te remontas en los siglos como una lamprea por el Ulla pero podías indagar cómo es posible que en la catedral perdierais el cuerpo del Apóstol durante trescientos años’. Y Juancho me dedicó una de aquellas carcajadas suyas, tan contagiosas, y partió hacia sus trabajos sociológicos o a profundizar la hermenéutica de los Hechos de los Apóstoles, mientras yo me iba a predicar el polinomio y la derivada. Pero para mí esa es la prueba irrefutable de que Santiago es un pueblo dado a la ensoñación y el olvido.

Escribió Montaigne aquello de que el hombre es vano, diverso y fluctuante. También olvidadizo. Y obstinado a veces en el recuerdo, como Villafínez, otro frecuentador del Franco, del que se contaba que una vez pintó a un grupo de amigos: cuando se acercaron a ver el esbozo se encontraron con una vista del Hostal.

28 mar 2022 / 01:00
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