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|| leña al mono, que es de goma ||

Una plataforma espacial en el Gaiás

POR ALGUNA extraña razón, quizá sea el exceso de café o de sopicaldos instantáneos, cada vez que circulo de noche por la SC-20 imagino que los tejados ondulados de la Cidade da Cultura son en realidad la bóveda de una gigantesca estación galáctica plantada en el monte Gaiás por científicos replicantes procedentes de la puerta de Tanhausser. Y que las torres de Hejduck son un cohete camuflado capaz de viajar en muy pocas horas a cualquier punto de la galaxia. El caso es que, al pasar por la avenida de Lugo de vuelta del curro, una especie de fuerza cósmica me obliga a fijar la vista en la iluminación malva o amarillenta de la mole de cristal y granito mientras el coche parece ir solo hacia el garaje, como un perro que sabe donde vive y que no necesita dueño alguno que le guíe.

Ver la obra de Eisenman al volver a casa es una especie de bálsamo después de haber contemplado un buen número de enclaves anodinos, insustanciales o directamente tremebundos en otros puntos de la ciudad, algunos tan aclamados como la pasarela peatonal de la estación intermodal, que a algunos carcamales del diseño nos sigue pareciendo uno de esos pasillos metálicos en los que te meten para acceder a los aviones o un tubo de resonancia hospitalaria, pero con agujeros a los lados para que se cuele la lluvia.

Pero hoy, después de hacer una absurda ruta en coche por los polígonos industriales del norte de la ciudad en busca de la gasolinera menos cara del condado, el cuerpo no me pide hablar sobre las nuevas infraestructuras del centro urbano, sino de esos enclaves inmensos en los que se asientan empresas de todo tipo. Costa Vella, por ejemplo, es un polígono agradable y jalonado por bastantes naves de diseño vanguardista y atractivo, pero todas las áreas industriales están cortadas por el mismo patrón frío y funcional. Hay farolas demasiado altas, aceras descuidadas, uralitas que rugen con el viento, contenedores que acaban volcados los días de temporal, maleza salpicada de palets, carteles publicitarios plagados de ofertas, ventanas con exceso de aluminio y camiones que duermen bajo las luminarias cuando la noche vacía todo el entorno.

Quizá dentro de cien años, o de quinientos, nuestros primos del futuro encuentren algo de encanto en los polígonos actuales, y lo peor es ya no estaremos aquí para decirles que son unos perfectos gilipollas y para explicarles que el urbanismo de finales del siglo XX y de principios del XXI fue, salvo contadas ocasiones, un auténtico desastre.

Antes de esa fecha, las ciudades parecían crecer con orden y con un cierto sentido estético. Por eso, cuando viajamos queremos ver el Madrid de los Austrias, el West End londinense, Les Marais o Montmartre en París, la Roma eterna o las callejuelas que descienden desde el castillo de Praga o rodean el puente de Carlos. Si avanzamos en el tiempo, a finales del XIX y principios del XX surgieron también, en casi todas las ciudades españolas y europeas, infinidad de barrios salpicados de edificios elegantes, pero a partir de ahí casi todo se vino abajo.

Ahora, ya lo ven, tanto las pequeñas como las grandes urbes crecen a golpe de feas barriadas situadas a los márgenes de las carreteras de circunvalación, de urbanizaciones vip jalonadas de casoplones con piscinorri, de residenciales clónicos que parecen poblados fantasma y, cómo no, de polígonos industriales que a veces se extienden a lo largo de varios kilómetros a las afueras de unas ciudades cada vez más alienantes e invivibles. Esa es la terrible herencia que vamos a dejar a las nuevas generaciones, pero tampoco deberíamos sufrir mucho por ellas, porque a buen seguro seguirán cargándose a toda velocidad tanto las ciudades como los escasos pueblos con encanto que todavía se han salvado de la presión turística.

un amigo en balay. ¿Qué hemos hecho mal? Casi todo. De hecho, cada vez parece más claro que la vieja Europa ha entrado en una senda de no retorno hacia el abismo y que en las próximas décadas seremos testigos de un declive mucho más veloz que el que mandó al caralliun el imperio romano. Pronto, ya lo verán, nos dejaremos engullir completamente por China y Rusia, por Oriente en general, y todos los occidentales acabaremos comiendo con gilipollescos palillos, bailando el kasachov y atiborrándonos de sushi y de chop sueys de grillos en unas macrópolis con aspecto de hormigueros humanos.

Pero eso solo les pasará a los pringaos, porque los que tenemos un amigo en el departamento galáctico de Balay pediremos asilo a los replicantes de la Cidade da Cultura para que nos acojan en su estación espacial o nos trasladen a un lugar del cosmos más agradable. Con que no haya polígonos industriales, el reguetón esté prohibido y el Código Penal recoja como delito gravísimo pronunciar la palabra resiliencia, nos llegará y bastará. Tampoco es pedir tanto, ¿no?

28 feb 2022 / 01:00
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