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de león a ponferrada. Crónica peregrina de manolo fraga (ii). De San Martín del Camino a Astorga, un trazado donde comienzan las pendientes // Mateo, peregrino italiano, regresa a Saint Jean Pie de Port // Ivonette hace el Camino en bici con su familia

Una promesa o repasar la vida también invitan a hacer la Ruta

Se nota que anoche llovió un rato, porque la mañana está fresquita a las 07.25h. Hasta Hospital de Órbigo todo es llano. En sus inmediaciones hay un característico depósito de agua potable: una torre de planta circular coronada por una especie de cimborrio, un gigante que a nadie molesta y sorprende por su belleza. Luis me indica la cercanía del pueblo, adonde se llega cruzando su famoso puente del Paso Honroso, el más largo del Camino de Santiago –unos 300 metros y una veintena de arcos–, según me advierte José Manuel. Es una bella construcción del s. XIII que, además de vadear el río, salva unos campos acondicionados para celebrar justas medievales, fiestas singulares de esta localidad camino de Astorga. Al otro lado, me espera una terraza donde desayuno zumo de naranja, café, cruasán y me llevo una botella de agua de litro y medio. Pago por todo, atención, ocho euros. Mucho me pareció. Allí mismo conozco a un murciano que ha hecho amistad con un madrileño, y ahora hacen juntos la ruta. Pero para dejarme buen sabor de boca está Paulina, una amable jubilada que recibe a los peregrinos en la iglesia de San Juan Bautista, a los que pone el sello del patrón y del municipio.

Ya en el campo topo de nuevo con los mexicanos de la etapa anterior. Caminan con Mila, una madrileña con la que, a la postre, me haría una foto en la Cruz de Hierro dos días más tarde. Al entrar en Villares, reparo en un curioso personaje que recibe a los caminantes en una suerte de patio forrado de fotos, carteles y banderas. Gumersindo (66 años) es un hospitalero que ofrece generosamente agua y fruta fresca, permite usar el aseo y sella las credenciales. Conserva recuerdos y firmas de agradecimiento de los peregrinos, algo que enseña con entusiasmo. Pero está amargado porque tardaron años en reconocerle una invalidez, así que echa pestes contra la médica y la gente del pueblo. Era albañil y dice que tiene cuatro hernias discales y otras lesiones. Acaba mostrándome el resto de la casa, que tiene un horno de leña donde cuece pan y hace asados. El contacto con los foráneos le ayuda a sobrevivir. Me entristecen su historia y su soledad.

Salgo de allí acompañado de una italiana que, tras varios kilómetros juntos, me hace partícipe de su biografía, cruda en los últimos tiempos. Tenía un matrimonio de veinticinco años y dos hijas, pero su marido se marchó “sin dar explicaciones”. Por si fuese poco, el padre falleció a causa de la covid durante el confinamiento y no pudo despedirse ni asistir a su funeral por estar contagiada también. ¡Cuántas y cuántas familias pasaron por la misma situación! El sol aprieta en nuestra espalda, el horizonte y el cansancio aflojan los sentimientos, ella va muy cargada con su mochila y con su pena: “Hago el Camino, porque creo que es un buen momento para repasar mi vida”. En el móvil guardo para mí su identidad.

Al fin voy solo, rumiando las historias de Silvia y Gumersindo. Cada vida es un océano. Las grandes plantaciones de maíz florido, una explotación ganadera –por donde me persiguen las moscas– y masas de pinos y otras especies adornan la senda, un pedregoso camino ancho propio de la concentración parcelaria. Los pies se me van abriendo por unas cuestas que no terminan, hasta que en el elevado llano se divisa La casa de los dioses, un oasis creado por David, donde vive, o eso dice este barcelonés de mediana edad que aprovechó una antigua majada para establecerse indefinidamente. “El dinero no tiene nada que ver con vivir”, me responde al preguntarle cómo se mantiene. Sobre una gran mesa redonda, de poca altura, se extienden melones y sandías cortados, agua y limonada, otras frutas y galletas. Hay algunos extranjeros que también se sirven a discreción. Tras el refrigerio y un donativo, me despido del personaje cuya historia se puede rastrear en Internet.

Un poco más adelante me recibe una gran cruz de piedra desde la que se divisa Astorga al fondo. El empinado descenso está empedrado y flanqueado por hileras de árboles que logran espacios de sombra. De repente veo un peregrino que viene subiendo por mi lado a un ritmo endemoniado. Es Mateo, un italiano de 43 años, que va de vuelta a Saint Jean Pied de Port (Pirineos franceses), tras haber peregrinado a Santiago, Fisterra y Muxía. “El Camino me ha llamado, por eso lo hago”, me espeta en su lengua este andarín al revés, una práctica que no es inusual. Un par de minutos fueron suficientes para que Mateo me contagiase su entusiasmo. Antes de entrar en San Justo de la Vega, hablo brevemente también con Ivonette, una brasileña residente en Sevilla que hace la ruta en bici con sus dos hijos y su pareja: “Nos encanta el Camino”. Ella dice que lo hace por una promesa. Solo de nuevo y con un calor asfixiante, la llegada a Astorga se me hace eterna. La ves de frente, esperándote majestuosa, pero su cercanía es un espejismo. Para salvar la vía férrea hicieron una pasarela que más parece un tobogán de tres pisos; es una estructura ortopédica de color verde y fea como un dolor. El ambiente está arriba, en las plazas del ayuntamiento y la catedral, a donde llego justito un día más. Así que no renuncio a un cocido maragato para comer. La villa romana es un cruce de caminos que merece la pena visitar con más tiempo. Una coincidencia vespertina me concilia con vivencias universitarias.

11 sep 2022 / 21:20
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