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Algo se muere en el alma...

Hace pocas semanas me llegaba la noticia de que, de nuevo, con apenas unos meses de diferencia, se interpretará próximamente repertorio del músico italiano Buono Chiodi, en Saló, desde donde partió en 1770 para instalarse en Compostela.

Puede que no pocos conozcan su nombre y sus andanzas ya que le he dedicado bastantes líneas, horas de estudio, conversaciones y publicaciones. Estoy convencida, pues de otro modo no lo haría, de que se lo merece. Es ya como uno más de la familia.

Sale, además, otra vez a la palestra el mentado Chiodi puesto que, este 8 de noviembre, se conmemoran los casi 240 años de su fallecimiento. No se preocupen que no habrá funerales ni en la catedral, ni en su tierra. Queda su música y con eso, a tantos años de distancia, ya es recuerdo suficiente.

Lo que pasa con Chiodi sucede con otras personas que dejan huella. No es él un extraterrestre.

Resulta tentador y humano -u humanoide- dejarse llevar por la mente y hacerse preguntas, incluso lanzando reproches a cuatro vientos, cuando se nos va un ser querido o una persona cercana, aunque nos sea escasamente conocida: ¿por qué te has ido?, ¿por qué ahora?, ¿no ves cómo nos has dejado? ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

Es lógico creer que fue un mal sueño, una pesadilla, que no es veraz, que tendría que haber un aviso previo, un «algo» como señal del desenlace total.

En ocasiones hay tiempo para decir, cantar o gritar como despertador en medio del sopor y con tono desgarrador, aquella copla: «Algo se muere en el alma cuando un amigo se va/ cuando un amigo se va algo se muere en el alma/ cuando un amigo se va algo se muere en el alma».

Sentidas palabras que, paradójicamente, se acompañan de unos pasos de sevillanas. Quizás lo recuerden: se las interpretaron a Juan Pablo II en su primera estancia por esa ciudad andaluza.

Experimentamos cómo el lenguaje merma, se queda sin palabras y solo acierta a musitar como un mantra: «no daba muestras de fragilidad», «nadie se lo esperaba», «poseía cuanto podía desear». Y suspiramos: ¡qué lástima!, ¡qué fatalidad! o expresiones semejantes.

En efecto. No volveremos a ver ya a muchas personas. Y es pena gorda. Un fastidio, si se quiere. Sin embargo, de ese ser, joven o no, reconocido u olvidado, queda su huella y su obra: lo que dio de sí su paso por la tierra.

En noviembre hacemos memoria de los que se han ido, motivo de tristeza o de recuerdo «benvido e agarimoso», como decimos por estos lares.

El día primero, hace un año, se nos fue Iria, la niña con «voz de terciopelo». Pensamos y sentimos con desgarro que era demasiado joven, aunque no puede decirse que nos haya dejado sin aviso previo.

Iria llevaba luchando como una campeona contra una enfermedad que, finalmente, pudo con ella. No se encerró en su torre de marfil. Siguió trabajando y disfrutando de la vida dentro de unas incomprensibles -para nosotros- limitaciones. Se fatigaba, pero seguía. Tenía proyectos y se lanzaba a por ellos.

Gracias a esa fortaleza, nada fácil, ahora perdura en el regalo que ha dejado: parte no muy importante, quizás, en objetos y publicaciones, pero parte más inmensamente grande (¡todo!) en lo personal y humano.

A ella sí que le ofrecimos rezos y, en concreto, una misa en uno de sus templos preferidos: la iglesia del monasterio de S. Paio de Antealtares. Fue en la víspera de Todos los Santos, con una ceremonia sencilla y acogedora, en una tarde que anticipaba tan gloriosa y gozosa solemnidad.

¡Cómo disfrutaría Iria, enamorada de lo bello, visitando su renovado Museo! Lo harán sus padres, familiares y amigos por ella. Y, con seguridad, se alegrará pues, como escribíamos hace un año «descansa tras el claro horizonte abierto del que gozaba contemplar».

De la tumba de mi casi cercano pariente Buono Chiodi, no queda apenas rastro alguno. Solo sugestivos datos en su testamento, que desdicen bastante de lo que de él se sabía, y el registro de su enterramiento en el convento de las MM. Carmelitas de Santiago de Compostela.

De Iria nos queda mucho, pero sobre todo persiste, crece y agiganta día a día, lo que de ella seguimos pensando que era: «una joven de su tiempo, con una sabiduría muy grande, apasionada por la vida». No hace falta recordarla en un campo santo. Su tono de voz, su mirada escrutadora y siempre atenta, la luz que irradiaba, las conversaciones sobre sus lecturas (¡a los Romanov qué «teima» les tenía!), sus escapadas al mar y a lo alto de una montaña, o los certeros comentarios sobre lo cotidiano y trascendente, son todavía algo presente y recurrente.

Es tiempo de ir a cementerios, y también de solaz, para ver exposiciones de arte urbano, como la de «Mexicráneos» en Ourense, o hacer «turismo funerario» y conocer mausoleos y tumbas de cierto interés por una causa u otra cualquiera.

Otros preferimos cerrar los ojos, escuchar el silencio y soñar despiertos, paladeando esa huella que deja cada persona y sintiendo cómo «algo se muere en el alma cuando un amigo se va».

30 nov 2022 / 01:00
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