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Carnaval en Santiago: poca juerga y mucha norma

Hay diversidad de modos de celebrarlo. Aun así, saben nuestros padres y abuelos que han estado prohibidos en décadas no muy lejanas. Los más jóvenes ya nacieron con disfraz incorporado.

En Compostela, tan dada a eventos y novedades académicas, hubo estrecha relación entre el nacimiento de estudiantinas y tunas y carnavales, pero hay más que eso.

Eran festejos urbanos, en nada parecidos a los rurales. Aun así, todavía se podría decir que “la fiesta iba por barrios”. Las clases más pudientes y exigentes, menos tolerantes con la falta de decoro, vivían al margen de los menos afortunados
-nunca mejor dicho- que tenían sus modos de festejarlas al calor de centros de beneficencia o en locales y calles acotadas y vigiladas por los gendarmes, para evitar desmadres.

Algunos años estas fiestas abarcaban de noviembre a cuaresma, aunque los preparativos más intensos comenzaban a fines de enero, siendo muy esperados en una ciudad que vivía un duro invierno. Una nota de 1888 lo retrata: Desde que comenzó el invierno estaban desiertas las calles, solitarios los cafés y cerrados los teatros (...) Todo mundo habla de los próximos carnavales y cada uno prepara el disfraz más conforme con sus gustos y con sus inclinaciones.

Lo curioso es que, si bien no se mezclaban los ciudadanos, sí que recaía sobre los mismos músicos el amenizar los diferentes tinglados. Los “Curros” (apelativo de los Gómez Veiga), los Courtier (Hilario y José), el Orfeón Valverde, las bandas (Municipal, Cazadores de La Habana) se desplegaban por todos lados, incluida la catedral, procesiones y otros actos píos.

Las principales calles tenían instalaciones propicias para que la alta burguesía y clases medias se divirtiesen a su manera. Rúa del Villar y Rúa Nueva eran las más concurridas y citadas en la prensa.

Señala un diario que en el Casino reinaban la elegancia, la finura, la galantería más exquisita, entre bailes, máscaras (a imitación de las italianas) y pocos disfraces. En el Teatro Principal y en el Teatro-Circo imperaban las emociones fuertes y violentas por concurrir juventud de ambos sexos, a ritmo de valses y charangas. La diversión estaba asegurada durante horas. Así lo relata un jornal de 1895: Reinó el orden más completo... y la alegría espacióse entre los concursantes hasta las cuatro de la mañana.

Si ahora chirigotas, carrozas y comparsas se inspiran en temas de la actualidad, o en Disney y personajes mediáticos (salvo que se programen monotemas, tipo la era romana), entonces lo hacían en zarzuelas y géneros similares.

Esto dificulta saber qué papel real tenía la música, pues eran numerosas las partes habladas o recitadas y las bailables. Por desgracia, la prensa local no era dada a pararse a reseñar tales minucias. Sí resalta, en cambio, las novedades que surgían para animar el cotarro: concursos de bailes (desde valses, muñeiras o sevillanas) o de disfraces, venta de rifas, etc.

El Ayuntamiento solía organizar las fiestas más populares, y que de ellas saliesen beneficios para la Casa de Beneficencia o para la Cocina Económica. A priori, la intención era buena; el resultado no tanto, pues la concurrencia era escasa. Obvio: las clases altas no veían bien mezclarse con ese gentío. Esto llevó a la Real Sociedad Económica del País, que también participaba, a desentenderse de todo en 1876.

Las juergas en cafés (El Español, El Siglo...), sociedades recreativas, liceos y sitios de parecido calibre se quedaban para sí las ganancias ganadas. Vivían de ello.

Los salones de los aristócratas se llenaban con parentela y amigos, o con invitados a dedo. Eran círculos cerrados.

Las comparsas de estudiantes y artesanos colaboraban en todos los saraos, aunque no era raro que acabasen con gamberradas.

Los barrios (Castiñeiriño, Pontepedriña, Conxo, Santa Marta) aplaudían las danzas con bombo, tamboril y gaita.

Así pues, estos festejos más que unir y cohesionar, distanciaban. Aunque no lo crean, a fines del XIX, el carnaval callejero fue en claro retroceso. Salones, teatros y cafés aun atraían a un público fiel, pero más comedido.

Lean unas líneas de un bando de la Alcaldía de 1899: 1.- Que las máscaras no vistan uniformes propios de las carreras civiles o militares (...). 2.- Que no entren con caretas en establecimientos, ni circulen con ellas por la vía pública después de anochecer. 3.- Las comparsas necesitan permiso de la Alcaldía para circular por las calles o plazas de la ciudad.

Tanta cortapisa amedrentaba a cualquier chirigota. Demasiada traba para tan escaso y fugaz beneficio.

Casi que me quedo con una breve pieza que perdura y es de la misma época: la Obertura Carnaval op. 92 de A. Dvorak (1891). Emana aires románticos y ritmos populares, con claros contrastes (del forte al piano), gracias a su colosal y variada paleta orquestal. No huele a carnaval, pero evoca su bullicio y pienso que no tiene desperdicio.

23 feb 2022 / 01:00
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