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El inglés hasta en la sopa

en mi actual situación de jubilado, ̶–¡quién me lo iba a decir!– ̶ ejerzo una nueva actividad que un buen amigo llama ‘corredor de bolsa’. No de encopetada Bolsa económica neoyorquina cuya dinámica mueve el mundo, sino de la más humilde y cotidiana (tenemos la mala suerte de comer todos los días, aunque cada día para más conciudadanos la cuestión empeora) que nos acompaña en nuestra ronda por entre los estantes de los pasillos del súper de turno en procura de la necesaria pitanza.

En esas estaba yo, centrado en mi cometido, cuando me llegan unas voces de mujer, a la que se veía inquieta y fatigada, que gritaba “¡Ezra!”, “¡Ezra!” no sin cierto tono angustiado. Servidor de vds. llevaba puesto el inevitable despiste que algunos, ignoro por qué, llaman “empanada” y que nos la juega al menor descuido, fruto de la edad provecta. El caso es que no entendía yo ni jota y ni siquiera relacioné la palabreja con el nombre del poeta norteamericano Ezra (Pound) –¡ojo con él, que era al parecer simpatizante de Mussolini y todo se pega!–. Así pues, no me enteré si llamaba a perro, gato u otro tipo de mascota mimada con carantoñas sin cuento y vestida a la moda con el imprescindible certificado del veterinario, que mira al bichito con más ternura que a las niñas de sus ojos. Pero el despiste duró poco.

La que interpelaba era la sufrida abuela de turno, que corría casi sin aliento tras el mocoso del nieto, que la traía al retortero y parecía poseído por el baile de San Vito mientras le hacía la puñeta a su perseguidora. Debo decir en mi descargo que, aunque el alza tan notable de nuestro nivel cultural es evidente, no esperaba yo escuchar aquel término en el agobiante tráfago de un súper, en horas punta de un fin de semana. Fue Ezra el llamado, pero pudieron haber sido Maverick, Judy, Kevin, Ashley, Dylan, John, Charley y tantos otros nombres propios que circulan por el otrora Imperio de la Gran Bretaña y en particular por villas y ciudades de la que aquí llamábamos “pérfida Albión”, vengándonos así, al menos de palabra, de la que nos hicieron con la mal llamada Invencible y repetirían muchos años más tarde (1805) en Trafalgar. Menos mal que en el 36 no les pusimos delante a la armada franquista-fascista, que la hubieran hecho migas. El Canarias, nuestro buque más poderoso, no podía hacer más de cincuenta disparos seguidos porque se le desvencijaban las cuadernas a la nave, por cuya cubierta jugué alguna vez de pequeño en el muelle del Arsenal militar donde estaba fondeado. Luego le llegó el sueño eterno del desguace.

A todo esto, se me fue el santo al cielo y los he dejado a vds. sin los anunciados anglicismos, que parecen tener patente de corso para pulular por nuestras lenguas románicas faltas de la poderosa apoyatura tecnológica made in USA y del todopoderoso dólar. Pido perdón. Pero a ello he de volver la venidera semana, si el virus coronado lo permite. Como consuelo, les aconsejo que llamen con urgencia a la ministra Carmen Calvo, para que con su palabra atinada y discreta, les aclare por qué en reciente entrevista reveló de nuevo su eminencia cultural declarando, llena de satisfacción, que “el español está lleno de anglicanismos”. Aquí debe haber gato encerrado. Con la Iglesia (anglicana) hemos topado.

30 abr 2021 / 01:00
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