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Héroes que caducan

    me costó mucho entender que mis padres ya no podrían volver a ser aquellos papás de la infancia: esa madre y ese padre que todo lo pueden, que siempre estarán ahí para sanarte, sin fisuras, sin defectos; como dioses de carne y hueso. Me costó entender que mis padres existían antes que yo, que además de mis padres eran dos personas con su propia historia. Que no solamente eran mis padres. Transité el dolor de esa pérdida de los padres idealizados como malamente pude: creo que primero desplacé el anhelo de omnipotencia, en otros momentos me lo agencié, para pasar después a sentir mi propia fragilidad y vulnerabilidad con toda su crudeza.

    Un día me vi, casi sin darme cuenta, construyendo y reconstruyendo una pequeña casa propia en la que habitar, un espacio en el que realidad, ilusión y deseo se soportasen, aceptasen sus desengaños e incluso a veces se llevasen bien. En otras palabras, aprendí a tolerar la frustración, o al menos a tolerarla algo más.

    Cuando nació mi hijo, hace ya siete años, recomenzó, como suele ocurrir, una historia similar. Me fui convirtiendo, sin quererlo (al menos conscientemente), en ese héroe infalible para él, en ese mismo ser todopoderoso que una vez mis padres habían sido para mí. Y empecé a entender, también, el extraño y doloroso tránsito que a su vez le toca hacer a unos padres cuando tienen que ir dejando marchar a los distintos niños que van habitando el cuerpo de su hijo según va creciendo mientras caduca poco a poco su figura protectora.

    Mi trabajo me permite asistir al sufrimiento, cada día, de padres que se afanan en seguir en esa posición todopoderosa a toda costa, con un sufrimiento agotador y no exento de reproches y hostilidad al sentirse destronados por sus propios hijos. Y como no, la misma práctica diaria me lleva también a asistir al padecimiento neurótico, a la demanda eternamente insatisfecha, a la queja desplazada en distintas figuras, de hijos adultos que se resisten a dejar atrás a aquellos papás de la infancia. De nuevo, el reproche y la rabia, y a la vez la ternura y el cariño, conviven en ellos en una ambivalencia afectiva que provoca serios cataclismos emocionales.

    Decía Sullivan que las personas somos “más humanos que cualquier otra cosa”. Y aunque la frase parezca una perogrullada, me explico con ella cómo alguno de los comportamientos aparentemente más inexplicables de cualquiera de nosotros, puede, en el fondo, ser una compleja expresión de un duelo. En realidad, los héroes de verdad tienen fecha de caducidad, y quizás el mayor heroísmo consista en aceptarlo.

    16 jun 2021 / 01:00
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