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Mujeres seducidas por ucranianos y rusos

Todas las historias parecen tristes cuando acaban en tragedia. Da igual que sea en la ficción, en el subconsciente y, más si nos afectan o tocan de cerca.

Es difícil para muchos -aunque digan que era previsible- entender lo que no parece razonable o se escapa de los parámetros considerados normales. Cuesta creer en el porqué de una enfermedad, un traspiés en la vida, o en una guerra, sea en Europa o en Asia.

Hubo un tiempo en que una persona muy querida, en quien pienso en estos momentos, estaría siguiendo asombrada todos los sucesos de la cercana polvareda del viejo continente. Ese ser tan especial, cuyo cuerpo estaba malherido, se distraía con la lectura de la larga e intrincada dinastía de los Romanov, desde su inicio al funesto final de 1918.

Esa persona era Iria, la niña de la sonrisa permanente, la voz de terciopelo, la blanca-lluvias, como algunos la llaman.

A altas horas de la noche asomaba por la pantalla de mi ordenador para ponerme al día de sus andanzas, logros y males, sin quejarse apenas nada. Tenía una especial habilidad para zafarse de pensamientos o ideas que minasen su lado positivo de la vida y de llevar la conversación al terreno de su interlocutor.

Iria leía mucho y mutuamente nos aconsejábamos. Todo le interesaba: desde estudios de investigación, a los protagonistas de Disney y otros cuentos o narraciones más actuales.

En una etapa se quedó prendada de la historia de los Romanov. Quizás, porque le gustaba meterse de lleno en temas que nunca antes había explorado. O porque, como soñadora que era, historias de reyes, reinas, príncipes y princesas, o de cuentos de hadas con exóticos parajes, le entusiasmaban.

Iria cumpliría en este mes de marzo un nuevo aniversario, con la ilusión de siempre: cual niña soplando velas y cual mujer que, pese a su juventud, había acumulado una madurez inusual. ¿Y por qué no?: haciéndose un selfi con cada uno de los regalos que le iban llegando a su casa.

Dejemos a Iria y sigamos con personajes de carne y hueso que unieron España con la Rusia de los zares y la Rusia revolucionaria.

Sergéi Prokófiev (Ucraina, 1891-Rusia, 1953), uno de los grandes compositores de su tiempo, alumno de Rimski Korsacov y maestro de otros muchos, vivió en ese delicado momento. Su biografía, su obra, su legado es fácil de encontrar.

Una de sus más afamadas piezas es la gran cantata Alexander Nevsky (1938), adaptación de la banda sonora de la película de igual nombre, dirigida por uno de los genios del cine de entonces: S. M. Eisenstein. Ahí se ve la impotencia de unos, los lloros de otros, la opresión, la liberación. Una gama de matices que, aun destilando frialdad, la hacen emotiva y sugestiva, pese a su duración, casi diría, exagerada (cerca de dos horas). Se ambienta en el s. XIII, cuando el pueblo ruso fue atacado por teutones y mongoles, a los que hizo frente el héroe nacional ruso, el príncipe Nevsky. ¡Paradojas de la vida!

Así termina: ¡Alégrate y canta, madre Rusia! /Para la gran celebración toda Rusia se ha reunido. /¡Alégrate, Rusia, madre Rusia!

Hay un libro que no llegué a comentar con Iria. Muestra a Prokófiev en su entorno y narra su compleja vida amorosa, en la que la protagonista femenina parece otra heroína o ser especial.

Esa persona se llamaba Lina, aunque su nombre era Carolina Codina Nemiskaia (Madrid, 1897-Londres, 1989), de padre catalán y madre rusa. Se educó en New York e intentó emular a sus padres, ambos cantantes de ópera, aunque sin éxito. Su gran amor fue Prokófiev, al que siguió mientras pudo en todas sus giras. El final no fue feliz: él se casó de nuevo y la relación entre Lina y Sergéi se mantuvo a duras penas gracias, en parte, a que tuvieron dos hijos en común que quedaron al cargo de ella.

Lina fue torturada en la prisión moscovita de Lubianka y deportada al gulag Abez, en el Ártico. Su destierro se debió a que se la consideró una espía, por recurrir a embajadas de otros países en busca de ayuda. Ser extranjera no le fue favorable. Mientras, Sergéi, que gozaba del favor de Stalin, tampoco se ocupó de ella. Después de pasar en el gulag casi ocho años, la liberaron en 1956.

Prokóviev, de quien seguía profundamente enamorada, había fallecido. No pudo irse del país hasta 1974. Se instaló en Londres y pasó el resto de su vida dedicada a la fundación que creó para preservar los documentos y las partituras de su marido. Pudo vivir gracias a que fue probada su inocencia y se le reconoció oficialmente como viuda de Prokóviev.

Esta historia de un ucraniano y una española medio rusa, no es un cuento. La han titulado “una pasión rusa” y tiene su fundamento, aunque la suerte de ambos no fue pareja. Él triunfó fuera y dentro de su tierra. Ella sufrió por ser extranjera y por no darse nunca por vencida.

Iria gozaría de esta historia. Y, por supuesto, con la música de Prokóviev y sintiendo la firmeza y perseverancia de Lina, que no era ni rusa ni gallega. No es preciso para empatizar con ucrainos y rusos.

03 mar 2022 / 01:00
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