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Nuestro buen yihadista: Ahmad Shah Massoud

Todas las culturas tienen prejuicios sobre las demás y juzgan a sus miembros mediante una serie de estereotipos políticos, sociales y religiosos que les impiden verlos como realmente son. Pero no todos los estereotipos son iguales, puesto que los de las culturas y países más poderosos en el campo militar y económico suelen ser mucho más peligrosos que los de las culturas minoritarias y subordinadas. Podríamos decir que los estereotipos dominantes son los estereotipos de las culturas dominantes. Y uno de los más importantes de ellos fueron los clichés conocidos con el nombre de “orientalismo”, que justificaban la superioridad de Europa sobre Oriente, y en concreto sobre el islam.

Pero la historia no se compone solo de ideas y estereotipos, sino fundamentalmente de relaciones de poder y dominación. Y son esas relaciones la carne y la sangre de la política internacional. Cualquier estudiante de historia sabe que el nacimiento de la política definida como una esfera autónoma tuvo lugar a comienzos de la Edad Moderna, cuando Nicolás Maquiavelo demostró que el poder es un bien en sí mismo, y que quienes lo detentan quieren conseguirlo, conservarlo e incrementarlo. Fue Maquiavelo quien dijo que en política el fin justifica los medios, o lo que es lo mismo, que en la política internacional vale todo, que esa política no se rige por principios morales, sino por las reglas que establecen quién es nuestro amigo y quién nuestro enemigo, bastando a veces que alguien sea el enemigo de mi enemigo para que se convierta, solo por eso, en mi amigo.

Por eso en política vale igual la alianza con Dios y con Satanás, y por eso quienes fueron casi enemigos del género humano se convierten en personajes dignos de admiración, o viceversa. Son aquellos que en la célebre frase de Robert McNamara se denominaron con el expresivo título de “nuestros hijos de puta”. Hitler y Mussolini, por ejemplo, a veces fueron afines a la URSS, porque eran anticapitalistas y socialistas, mientras que en otras ocasiones pasaron a ser los más acérrimos enemigos del comunismo. Tenemos ahora un caso similar en la República Francesa.

A principios de febrero de este año el Ayuntamiento de París proclamó: “Veinte años después de su asesinato (el de Ahmad Shah Massoud) París es la primera ciudad del mundo en honrar a este veterano de la paz, que luchó por la libertad de Afganistán y contra el oscurantismo talibán”. Simultáneamente el embajador francés en Afganistán quiso que quedase constancia de que esta decisión era un testimonio de la fuerte amistad que une a Afganistán con Francia.

No era la primera vez que le República Francesa había honrado a Ahmad Shah Massoud. Ya en el año 2002 un grupo de parlamentarios franceses, junto con otro grupo de académicos, había propuesto a Massoud para el Premio Nobel de la Paz un año después de su muerte. Y ese mismo año en Italia la Alianza Nacional lo propuso también para el Premio Sakharov a la libertad de pensamiento. Para los que saben lo que son los valores que definen a Europa y el legado que dejó Massoud en Afganistán, la pregunta es obvia: ¿pero saben a quién están honrando?

Lo que el público occidental sabe de Massoud es que era el líder de la Alianza del Norte, formada por tayikos, uzbekos y hazaras, que se había enfrentado a los talibanes, que mayoritariamente eran pastunes. Como Massoud había luchado contra los talibanes, automáticamente se convirtió en un moderado y en veterano de la paz. Pero esto no es más que una mínima parte de la verdad en torno a este personaje, del que debemos preguntarnos: ¿quién es realmente Massoud?

Desde un punto de vista ideológico, el partido de Massoud, el Jamiat-e Islami, formado casi exclusivamente por tayikos, es la rama afgana de los Hermanos Musulmanes de Egipto, pero en una versión mucho más radical. Sus militantes son conocidos como Ikhwani, y dependen orgánicamente de la Hermandad Musulmana, junto con otros grupos y partidos. Este partido forma parte del actual Gobierno de Afganistán, en el que ocupa varias carteras y tiene representación parlamentaria, siendo conocido por ser uno de los partidos más radicalmente antiseculares del país.

Se dice en muchas culturas: “dime quienes son tus amigos y te diré quién eres”. Para saber quién era Massoud será muy útil saber quiénes eran sus amigos y aliados. Su principal aliado, y el único pastún perteneciente a la Alianza del Norte, fue Abdul Rasul Sayaf, que todavía vive y es un firme defensor y predicador del islam salafista. El partido de Sayaf, “Dawah Islámico”, compartió campos de entrenamiento con grupos de Al-Qaeda, hasta que se dio cuenta de que iba a ser derrotada en Afganistán, uniéndose entonces a la Alianza del Norte y a Massoud.

Durante la guerra civil, una de las especialidades de Sayaf fue, según la Comisión de Derechos Humanos, llenar contenedores de transporte marítimo, que son muy abundantes en la ciudades afganas, con prisioneros chiitas y prender fuego a su alrededor. Pero en la actualidad desempeña otras actividades, pues ha fundado la universidad privada de Dawat y posee un canal de televisión propio.

Si hacemos un balance histórico del legado de Massoud, tras la caída del Gobierno títere impuesto por la URSS, podremos ver como él y sus aliados, incluyendo a Sayaf, crearon el ISA, o Estado islámico de Afganistán (también conocido como el Gobierno de los muyahidines o yihadistas), y protagonizaron la más mortífera guerra civil en este país. Literalmente redujeron a ruinas al país. Rabbani, el líder de partido de Massoud, que estudió en Egipto en la universidad de Al-Azhar, como el propio Sayaf, se autonombró presidente del Estado islámico de Afganistán entre 1992 y 1996, siendo Massoud su ministro de Defensa. En esos años Massoud y su aliado Sayaf no solo destruyeron Kabul, luchando junto a otros grupos antitalibanes, formados por hazaras y uzbekos, que querían tener también su cuota de poder en el nuevo Gobierno, sino que además cometieron la masacre de Afshar, un sector de Kabul en el que vivían sobre todo hazaras y qzilbash, dos grupos de religión chiita.

Esa masacre tuvo lugar el 11 de febrero de 1993. Según los informes de Human Rights Watch, en ella fueron asesinados 3.000 civiles desarmados, fueron violadas cientos de mujeres, saqueadas cientos de casas, e incluso fueron exterminados los perros de esos barrios. Los soldados entraron en cada casa y en un caso, tras degollar a los miembros de una familia, escribieron con su sangre en las paredes de la casa: “Recuerdo de Agha Gul” (nombre de un soldado de Massoud). Pero como los hazaras perdieron esta guerra frente a los talibanes y el Estado Islámico Tayiko de Afganistán, esta masacre cayó en el olvido, como tantas otras a lo largo de la historia de la humanidad. No obstante debemos recordar que Massoud y Sayaf fueron sus dos responsables, puesto que pudieron haber frenado la masacre en cualquier momento y decidieron no hacerlo.

Los defensores del partido islamista de Massoud argumentan que él y sus seguidores “consiguieron poner fin a la guerra”. No tiene nada de extraordinario, pues es lo que los fundamentalistas islámicos creen con respecto al islam: “El islam es la religión de la paz, pero para lograr la paz primero es necesaria la yihad”. Es curioso que la República Francesa honre a un yihadista que no solo luchó contra los talibanes, sino que además destruyó Kabul, promovió una masacre y sembró el odio étnico en todo el país.

No sabemos por qué la República Francesa quiere justificar las atrocidades de Massoud, su partido y sus cómplices. Pero su partido y sus seguidores justifican esa masacre sin rebozo con un refrán: “La halwa (una comida típica de Afganistán e Irán) no se reparte en la guerra. También los demás mataron a mucha gente”.

Los parlamentarios y académicos franceses que creen que Massoud era un musulmán moderado y un “veterano de la paz”, deberían hacer un viaje a los lugares destruidos por Massoud y a las fosas comunes de la masacre de Afshar, en vez de tributarle honores a él. Si creen que los seguidores actuales de su yihadista favorito son muy moderados, podrían intentar enseñarles unas caricaturas de Mahoma, y a ver qué les pasa. Entonces se darían cuenta de que honrar a un yihadista es un error, porque es lo mismo que alabar la yihad, y alabar la yihad es alabar el terrorismo islámico, ni más ni menos. Grandes pensadores franceses ya habían cometido ese error alabando a Jomeini y su revolución islámica. Vuelven a cometer el mismo error con Massoud, siguiendo el viejo adagio latino que dice: omnia stultitia laborat fastidio sui, o lo que es lo mismo, cuando se dice en español que solo un tonto tira piedras contra su propio tejado.

10 mar 2021 / 01:00
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