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Todo por internet

    De las últimas cinco cartas que he recibido, cuatro han sido para decirme que a partir de ahora todos los trámites y comunicaciones con la entidad que me envía la carta serán a través de internet. Me aseguran que de esta manera no tendremos que vernos las caras (o lo que queda de ellas con las mascarillas) y evitaremos riesgos innecesarios, además de prometer una rapidez y agilidad que según dicen es imposible en el mundo real (y sí en el virtual).

    En el momento en que leía la última de estas misivas me entraron ganas de defecar, y pensé en si también podríamos llegar a hacer este tipo de necesidades por internet. Quizás me lleguen a solicitar, para evitar al mínimo el íntimo contacto con el inodoro, que las haga en un receptáculo portátil habilitado para ello. Posteriormente una serie de robots especializados vendrían a recoger los excrementos cuando ya se hubiese acumulado la cantidad que su algoritmo marque como adecuada. Y lo mismo sucedería con la orina; en este caso podríamos usar unos magníficos tubitos que las farmacias nos podrían dispensar a través de drones voladores.

    Con el mal tiempo que tenemos aquí, aunque se rompiese algún tubito durante el transporte aéreo pensaríamos que nos acaba de caer un poco de lluvia. Sería cuestión de que alguno de los maravillosos filántropos del mundo tecnológico que se preocupan tanto por nuestro bienestar logre ver la rentabilidad económica de mi idea para que se la imponga a los presidentes del mundo mundial envuelta en enternecedoras palabras sobre la toma de conciencia de no ir al retrete innecesariamente.

    Me los imagino, en un discurso trending topic, diciendo que un buen filántropo también debe poner sus heces a disposición de los demás. Me entristeció, de todos modos, imaginarme al retrete deprimido, solitario, sin unos muslos que lo calienten, sin una gotitas de orina que le recuerden su maravillosa suciedad. Mientras me entretenía con estos sutiles pensamientos, las ganas de defecar fueron en aumento y como aún no disponía de cápsulas defecoides ni de tubitos orinoides, me acerqué a él con alegría y alborozo, y cierta urgencia, por qué no decirlo.

    Y allí estaba, majestuoso y singular. Sonriéndome. Invitándome a realizar tranquilamente mi evacuación, ajeno todavía al negro futuro que se cernía sobre él, en todos los sentidos. Me recreé gustosamente, intentando aprovechar el contacto que la futura normalidad me estaba a punto de robar. Y en ese momento me habló: “Querido trasero, no dejes nunca de venir a verme”. Yo le correspondí con tres ventosidades entrecortadas. Por internet, y desde la zona vieja de mi ciudad el diálogo hubiese sido igual de entrecortado, pero mucho más impersonal.

    11 ago 2021 / 01:00
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