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Un hogar para limpiar la mirada

A la par que una ola de terror y destrucción, hay guerras que vienen acompañadas de una ola de solidaridad, empatía, acogida a sus víctimas, los damnificados, los refugiados que se ven forzados a buscar un poco de calidez humana mientras pasa la calamidad. Lo vemos en los desplazados por toda Europa con motivo de la invasión de Ucrania. Hubo un episodio comparable, mutatis mutandis, al final de la década de los 40 en el siglo pasado, después de la Segunda Guerra Mundial y cercano a nosotros. Tras la devastación por el conflicto bélico, Austria, entre otros países, había quedado en una miseria absoluta y muchos de sus niños, huérfanos o desamparados. España, a pesar de que todavía sufría cartillas de racionamiento, se ofreció a recibir a esos infantes en un considerable número de sus hogares durante unos meses. Es cierto que fue una acción instrumentalizada como propaganda del régimen franquista en un período de aislamiento internacional, pero me gustaría retratar en estas líneas la buena voluntad, los gestos de cariño de muchas personas que abrieron sus puertas y compartieron su pan con esas criaturas de mirada quebrada.

Cáritas de Austria y la Acción Católica Española se coordinaron en 1949 para ofrecer refugio a varias expediciones de niños, en principio, para pasar el invierno. Inicialmente se quería acoger a 20.000 [El Correo Gallego (22-02-1949)], un número que se fue reduciendo hasta quedar en los 3.000, distribuidos por las diócesis españolas. A comienzos de enero de ese año los Secretariados de Propaganda de Acción Católica solicitaron por diversos medios alojamiento en familias y colegios para un mínimo de tres niños por localidad durante un período de unos seis meses, aproximadamente. En la diócesis compostelana se comprometieron hasta 70 plazas, incluyendo dos cada uno “en los colegios de las Huérfanas y de la Enseñanza” [La Noche (23-02-1949)], y posteriormente tres para el Pazo de Meirás.

Los primeros 500 refugiados infantiles llegaron en tren el 21 de febrero en una expedición inicial que entró por Irún, con destino a San Sebastián, Bilbao y Madrid. La organización austríaca pagó el viaje de ida y vuelta, ascendiendo el total a 17.000 dólares [El Correo Gallego (17-03-1949)], y las autoridades españolas el desplazamiento desde la frontera hasta los distintos lugares de destino. El 11 de mayo a la una de la madrugada, en un vagón especial salido desde Pamplona, llegó la expedición que se alojó en nuestra vecindad, concretamente 57 niños para Santiago, Vilagarcía, A Coruña, Cangas y A Estrada, de edades entre 6 y 9 años [El Correo Gallego (10-05-1949)]. Fueron recibidos en la catedral al día siguiente, asistiendo a una misa con botafumeiro (lo que les causó gran sorpresa), y entregados a las familias correspondientes.

Durante su estancia tuvieron clases de cultura general y de idioma castellano, por ejemplo en los locales del Consejo Diocesano de Acción Católica de Santiago [La Noche (27-05-1949)]. La princesa de Parma, doña Juana de Borbón y Habsburgo, tuvo la deferencia de visitarlos durante el mes de julio. Dos de los niños fueron incluso confirmados en la capilla del palacio arzobispal [La Noche (01-10-1949)]. Y poco antes de regresar a su patria, en diciembre se organizó una fiesta infantil en su honor, con regalos, villancicos y muiñeiras.

El jueves 12 de enero de 1950 tuvo lugar la despedida en la ciudad del Apóstol [El Correo Gallego (13-01-1950)]. Los recibió el nuevo arzobispo, don Fernando Quiroga Palacios (llevaba un mes al frente de la sede), quien les dirigió una paternal alocución para que no olvidasen el ejemplo que durante esos meses les habían dado los afectos y sacrificios de sus familias de acogida. Se hicieron una fotografía final ante la escalinata del Seminario Conciliar y se dirigieron en autobuses a la estación del ferrocarril para salir a la una de la tarde. La partida del tren se tuvo que retrasar debido a las prolongadas y emotivas lágrimas, besos y adioses entre los niños, los “papás de aquí” y el personal asistencial. Allí uno de los infantes, Otto Schafler, tan integrado estaba, decía que se le había olvidado el alemán. Otra, de nombre Eva, planeaba “ganar muchos cuartos para volver a esta tierra”, porque le gustaba mucho el mar. Y la pequeña Renate Mayer había ganado siete kilos después de curarse de la enfermedad con la que había venido, atendida por su “papi” el doctor Raposo. Así se marcharon, ojos tristes, dulces sonrisas, y ¿quién sabe si alguno volvería para echar raíces aquí?

18 ene 2023 / 01:00
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