Opinión | Buenos días y buena suerte

Cuando se empobrece el debate público

ACOSTUMBRO a expresar mi desazón con las redes sociales, y cada día que pasa tengo más motivos para abominar de ese mundo donde se exhibe y se genera gran parte de la tensión contemporánea. Pero, de inmediato, pienso en lo que sucederá dentro de cincuenta años, o de cien, cuando, por ejemplo, las redes se hayan convertido en el vehículo favorito para comunicarse, obtener información, diseminarla, hacer negocios, o hacer política…

¡No lo supo ver!, dirá alguien. Creyó que las redes eran un lodazal, donde se practicaba la lucha en el barro para deleite de muchos, pero resulta que, en aquellos años, sólo vivían su adolescencia. Pasó el tiempo y se convirtieron en herramientas para el debate democrático, para la tolerancia y la empatía. Todo necesita asentarse, no basta con el primer impulso, aunque vivamos en lo inmediato.

Me gustaría pensarlo. Que las redes sociales sólo son un invento reciente con el que jugamos a agitar nuestras plumas, para que se nos vea bien, para que se nos tenga en cuenta, como los pájaros en el cortejo. Una pequeña burbuja, seguramente sobrevalorada. Y que, dentro de muchos años, las aguas habrán vuelto a su cauce: nadie escribirá para generar odio, por ejemplo, ni para propagar bulos con aviesa intención, o por hacer la gracia. La gente entrará en el espacio de las redes, en la gran sopa de la conversación global, como se entra a un lugar en el que se espera mantener la educación y la dignidad.

Pienso todo esto en el Día Mundial de la Libertad de Prensa, justo en días difíciles para esta profesión (aunque, en verdad, el periodismo siempre tuvo días difíciles). Las tensiones que aquejan a este tiempo, los maniqueísmos pueriles, la ausencia de matices, han encontrado un enemigo en la prensa analítica, que, por supuesto, se niega a aceptar la simpleza y la superficialidad como una manera de explicar las cosas. Las redes, precisamente, nos educan en esa simpleza: valoran nuestra aceptación, nuestros ‘likes’, sin mayores explicaciones. Basta un gesto, un dedo sobre la pantalla, un clic, pero no se esfuerce más. No le pedimos sus razones, ni sus ideas, podríamos decir que ni siquiera interesan demasiado, no se haga ilusiones, sólo les pedimos su maldito voto. Su audiencia. El éxito se mide en función de visitas y seguidores, el aplauso emocional: a nadie se le pide que entre en profundidades.

Pero las redes han creado la ilusión de que poseemos un lugar reservado, una parcela de nuestra propiedad en el universo digital que, en teoría, tiene alcance global (en realidad, suele llegar a sólo unos pocos). Pero el algoritmo sí le llegará a usted. Para decirle lo que le gusta, lo que debe comprar. El algoritmo tiene ínfulas de oráculo. Molesta que te reduzcan a unas cuantas etiquetas. Que te consideren tan previsible. Por eso disfrutas cuando la inteligencia artificial pierde el oremus y confunde al dragón de San Jorge con una moto, como acaba de ocurrir en el Museo del Prado. Disfrutas cuando piensas que lo humano aún persiste, capaz de engañar a la máquina. Cuando la máquina aún duda… Aunque quizás no será por mucho tiempo.

El mundo contemporáneo se complace en la libertad individual que presuntamente proporciona la parcela digital, las redes sociales, pero lo hace a un alto coste. Puede que contribuya a expresar nuestros egos, a gritar más fuerte que el vecino (también hay tuits poéticos), lo mismo que, desde el anonimato, sirve para decir lo que uno no se atrevería a decir con su firma. Ignoro lo que sucederá en cien años. No querría parecerme a aquellos ciudadanos ingleses que temblaban al ver el ferrocarril ideado en 1829 para unir Liverpool y Manchester y auguraban cientos de muertos, con aquellas locomotoras cabalgando a treinta kilómetros por hora por la campiña. Sé que la tecnología es el futuro y el presente, y sé que todo cambia, y que nada es lo que parece. Pero, hoy por hoy, tenemos lo que tenemos. Y lo que tenemos no está reforzando nuestra libertad, sino empobreciendo gravemente el debate público. Empeorando, en fin, la calidad de la democracia.