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La falsificación en la Historia

Eva Mª Castro Caridad / Catedrática de Filología Latina de la USC

Tanto los que nos dedicamos profesionalmente al estudio de textos antiguos como los que disfrutan leyendo Historia sabemos que no son inusuales las falsificaciones en el relato de los hechos del pasado.

En la actualidad hay importantes estudios sobre la “falsificación en la Historia”, como el bien conocido de Julio Caro Baroja (1991) o más recientemente los de Elena Díaz Salvado (2011) o Margarita Cantero Montenegro (2013). En ellos se analizan los distintos motivos que inducen a actuar al falsificador. En general, estas alteraciones ya sea en documentos notariales o en narraciones históricas solo buscan un beneficio propio, individual o colectivo, siempre espurio. Así sucede, por ejemplo, con las alteraciones en los documentos notariales de la Edad Media, donde se modifica la propiedad o las lindes de un terreno o un edificio, o con los relatos históricos donde se describen descubrimientos arqueológicos que suponen el origen de leyendas fundacionales de una tradición, o se intenta, por ejemplo, legitimar una dinastía y entroncarla con un pasado glorioso.

Desde el punto de vista moral, la falsificación es una mentira. Y sobre la mentira reflexionó san Agustín de Hipona en nada menos que en dos de sus tratados: De mendacio liber unus [Sobre la mentira] y Contra mendacium liber unus [Contra la mentira]. Estableció hasta ocho tipos distintos de mentiras, que van desde la que, por ignorancia, afirma algo que no se ajusta a la verdad, pasando por la que se dice para bromear, hasta la que se urde con el fin de engañar y ocultar la verdad. En ningún caso, dice san Agustín, la mentira ha de estar libre de falta.

Además de un falseamiento de la historia, la alteración de los hechos del pasado para justificar acciones presentes es un delito moral. No voy a remontarme ahora a la creación de la “Leyenda negra española” por parte, entre otros, de los hijos de la pérfida Albión, si no a hechos más cercanos. Tristemente, somos ahora los propios españoles los responsables de tal desafuero. Desde un punto de vista moral, intelectual y académico son un desatino tanto la “Ley de la memoria histórica” (2007), como la nefasta propuesta de “Ley de memoria democrática”. En ambos casos se olvida la auténtica “reconciliación” establecida en la Constitución de 1978 entre los bandos enfrentados en la Guerra Civil española de 1936. Ese acuerdo español se convirtió en modelo de transición democrática para todo el mundo. La Constitución del 78 es el broche de oro a un proceso que se inició mediante el Decreto-Ley 10/1969 del 31 de marzo de 1969 (BOE 78, del 1 de abril de 1969), en el que se declaró la prescripción de todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939. El artículo primero del Decreto-Ley lo deja muy claro y señala que “surtirá efecto respecto de toda clase de delitos, cualesquiera que sean sus autores, su gravedad o sus consecuencias, con independencia de su calificación y penas presuntas”. ¿Se puede decir más claro? No.

Las leyes de memoria histórica y democrática solo pretenden rescribir el pasado en beneficio de determinadas posiciones políticas actuales, falseando la verdad. Asimismo falta a la verdad histórica la reescritura del pasado hecha por parte de los independentistas catalanes, valencianos, vascos, andaluces y gallegos, que pretenden crear un tiempo pretérito propio, ajeno a España, que nunca existió.

Por eso, ante el falseamiento torticero de la Historia, se ha de buscar la verdad, porque, como se recoge en el Evangelio de Juan (8, 32), la verdad nos hará libres. La búsqueda de la verdad, ya sea una actitud religiosa o filosófica, es un afán del ser humano. La verdad es lo contrario a la mentira, a la que hay que hacerle siempre frente sin miedo a nada y a nadie.

24 jul 2021 / 19:41
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