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Velázquez y la cruz de Santiago

Pilar Corredoira López / Historiadora de Arte Contemporáneo

En este 25 de julio, día de festividad, en el que lo simbólico vuelve con fuerza a presentarse ante nuestros ojos, cuando se honra al Apóstol Santiago un año más, la cultura generada alrededor de la historia xacobea cobra, si cabe, mayor visibilidad y nos lleva a detenemos con mayor aprecio en todo aquello que nos vincula espiritualmente a Compostela, y en la atención nos posamos sobre la Cruz de Santiago, figura representativa por excelencia. Hemos visto la cruz protectora reflejada en numerosos soportes a lo largo de los tiempos, pero, de entre todos, hay un lugar en donde ese signo engrandece su mensaje y se fija en la memoria, multiplicando su repercusión, y es en la obra de Velázquez, “Las Meninas”, ubicada en las colecciones del Museo del Prado desde 1819 y perteneciente al último periodo creativo del artista. En ella, y sobre el traje negro del pintor, autorretratado en actitud de trabajo delante de un gran lienzo en su caballete, situado en una discreta esquina inferior a la izquierda de la pintura grandiosa, reluce la cruz. Y en ese espacio enigmático e inigualable donde se desarrolla una de las escenas más asombrosas de la pintura universal, el emblema queda fijado para la posteridad.

Aunque sevillano de nacimiento, Diego Rodríguez de Silva y Velázquez tenía raíces portuguesas, su padre, Joao Rodrigues da Silva, era natural de Oporto. En su vida de artista adoptó el apellido de su madre y podemos sentirlo cercano por esos antecedentes situados en el noroeste de la península ibérica. Se sabe de las privilegiadas condiciones para el arte que tenía desde niño, tocado por la varita mágica de los dioses.

Formado a partir de los once años en el taller de Juan Pacheco en Sevilla, aprendió los secretos de la pintura, recibió lecciones de humanismo y cultura clásica en un pleno y diario adiestramiento que incluía una vida austera, entregada y sin concesiones a lo superfluo. En ese ambiente entre familiar y educativo, conoció a Juana Pacheco, hija de su maestro, con la que contrajo matrimonio y de la que se han dado referencias acerca de sus conocimientos sobre pintura, tarea que bien pudo ejercer ocasionalmente. Por el contrario, hasta la fecha no ha habido rastro de sus obras, si es que verdaderamente existieron.

Sin entrar ahora en otras meditaciones y partiendo de la evidencia que sitúa a Diego de Velázquez como uno de los mayores genios de la historia del arte de todos los tiempos, merece la pena resaltar la importancia que tuvo para él la pertenencia a la Orden de Santiago, deseo ferviente que persiguió durante años y que pudo lograr casi al final de su existencia. La adscripción no era fácil y conllevaba grandes privilegios. No solamente era el prestigio social de quien pertenecía a ella, sino que era , a la vez, un símbolo de otros valores para los que ostentaban esa distinción en aquellos años correspondientes al siglo XVII.

Para la inclusión, el candidato tenía que demostrar que su trabajo tenía principalmente motivaciones puramente estéticas, no económicas, y que el pasado familiar incluyera cinco generaciones de fe cristiana. Velázquez insistió en ello contando con grandes apoyos, el principal el del rey Felipe IV y el de su compañero Francisco de Zurbarán. Las dos personalidades avalaron que el artista cumplía con los requisitos establecidos.

Tal persistencia, y por otras informaciones en ese sentido, nos lleva a pensar que el pintor tenía un especial afecto mas allá de cualquier otro interés que fuese de orden social y sí más en relación con algo personal, espiritual y de creencias.

Una de las mejores pruebas de esa querencia la tenemos en “ Las Meninas”, obra finalizada en 1656. Sobre el detalle de la cruz hay varias teorías: la principal sostiene que fue añadida después del fallecimiento de Velázquez, sucedido en 1660, y que, siendo así, podría haberla pintado el mismo rey Felipe IV, reconocida su afición a la práctica de la pintura. Velázquez recibió la aprobación para su entrada en la Orden de Santiago en 1658, según los estudios de su primer biógrafo Antonio Palomino, después de haber finalizado el lienzo, también denominado “ Retrato de la Emperatriz”, o la “ Familia de Felipe IV “.

Con todo y sin saber a ciencia cierta lo que sucedió, si fue el propio pintor quien la añadió o no, la cruz gules, entre espada y flor de lis, que luce con orgullo el artista en una de las obras de mayor impacto de la historia del arte, es, en todo su claro significado, una ofrenda al Apóstol, perdurable y enérgica en estos tiempos globales.

24 jul 2021 / 19:41
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