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MARÍA DE LOS ANGELES FERNÁNDEZ-RAMIL // Presidenta de la Fundación Hay Mujeres, doctora USC y docente de CESUGA

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FRENTE A LA INCERTIDUMBRE QUE HA TRAÍDO EL COVID-19, del que se sabe todavía poco y con la amenaza de rebrotes hasta que se descubra una vacuna, tenemos algunas certezas. Una de ellas es su impacto diferencial en hombres y mujeres a tal punto que, aunque se cobra más vidas en los primeros, exhibe un aumento de brechas de género en detrimento de las segundas en tres ámbitos: salud, economía (por su sobrerrepresentación en sectores más propensos a una mayor pérdida de empleo, así como la mayor tendencia a hacerse cargo de las tareas del hogar) e integridad física, habiéndose constatado el aumento de denuncias por violencia de género prácticamente en todo el mundo.

La crisis sanitaria, con su consiguiente crisis económica y, probablemente también política porque ya está haciendo tambalear gobiernos, muestra una novedad: es la primera con registros detallados de las diferencias de género. Lo anterior facilita sobremanera la adopción de respuestas con perspectivas de género, claro está, siempre y cuando haya voluntad política. Mayor garantía para ello vendría dada, según ONU Mujeres, si se escuchase más a las mujeres ya que “tener en cuenta a la mitad de la población en la toma de decisiones enriquecerá y mejorará los resultados”. La preocupación no es trivial. En Italia, las mujeres han tenido que organizar una campaña pública denominada “Dateci voci” (Danos voz) para frenar su exclusión como expertas de comités para la reconstrucción post Covid.

Distintos indicadores podrían revelar si la voz de las mujeres está siendo escuchada durante esta crisis. Uno de ellos es su presencia equitativa en instancias de decisión, tanto política como técnica. Sin embargo, aunque los números importan, no garantizan totalmente que las decisiones sean sensibles al género. Para el ámbito de nuestra comunidad, un indicador más sustantivo vendría dado por algún cambio en el conjunto de temas considerados de primer orden para Galicia. La experiencia autonómica ha permitido detectar, con cierto nivel de consenso, cuáles serían las demandas estratégicas de progreso y que, usualmente, se expresan como reclamo frente al gobierno central: la importancia del rural y de la pesca; las infraestructuras, con un lugar estelar para la transferencia de la AP-9 y la llegada del AVE; la financiación autonómica así como la pérdida de protagonismo de una industria que cobra dramatismo con el posible cierre de Alcoa. Luego de escalar posiciones en las preocupaciones de los gallegos, se dejó de echar balones fuera frente al tema del despoblamiento. El resultado fue la que sería la primera Ley de Impulso Demográfico de España. Ya antes nos ufanábamos de ser también los primeros en tener un plan de conciliación de la administración autonómica. Mientras tanto, temas tales como la violencia machista o el fomento de la vocación científica en jóvenes y niñas, y que aparecen enmarcados como parte de la igualdad de género, discurren por otras vías.

Antes de que el virus aterrizase en nuestras vidas, la Encuesta de Fecundidad que elabora el INE mostraba en 2018 que, para el caso de las gallegas, tenían únicamente un hijo debido a razones laborales y a la imposibilidad de conciliar el trabajo con la familia. ¿Podrán bonos y ayudas, que quizás la crisis económica obligue a suprimir o recortar, variar la tendencia a convertirnos en el erial demográfico hacia el que, de no mediar cambios, nos dirigimos?

Hablando en plata, que la conciliación entrase en la que se denomina “agenda gallega” supondría un cambio de estatus para una dimensión que, como la “economía de los cuidados”, la pandemia ha venido a poner en valor. También supondría que hemos aprendido, como miembros de una comunidad que renueva cada 25 de Julio su compromiso de vivir juntos en un lugar del mundo llamado Galicia, la necesidad de priorizarla. Tomar en serio el horizonte de nuestra posible extinción como pueblo coloca en un lugar secundario cualquier otra lucha de corte identitario.

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