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SUSO MOURELO GÓMEZ / Periodista, escritor y guionista

Cuando un joven Simbad llegó a Compostela

Finales de junio, últimos años 80. Un estudiante de Periodismo entra por primera vez en un periódico. Huele a tinta, a papel, a petricor que se cuela por la piedra y a tabaco. Suena –tac tac tac tac– a Primera plana, aunque falten los sombreros. Durante unos minutos, todos los que transcurran hasta que entre Walter Matthau, el aprendiz de Jack Lemmon, que no tiene sombrero, ni pretendiente, ni pasado, aguardará inquieto. Confía en que, además de cortar teletipos y pisar comisarías, le encarguen una entrevista con una poeta, un reportaje en un barco, la crónica de alguna fiesta. Ridículo con una chaqueta que sobra demasiado, espera en ese despacho tras caminar entre reporteros que no se han vestido de fiesta, que danzan con las máquinas como si llevaran haciéndolo toda la vida. Tal vez sea cierto, tal vez hayan nacido allí y dieran sus primeros pasos al ritmo de la rotativa que truena cada noche.

Pero Walter Matthau –Rey Nóvoa– se ha vuelto humano. Mira al aprendiz, ese chico que lleva un cuaderno y estrena una chaqueta que sobra, y en vez de mandarlo a cortar teletipos para esos bailarines criados allí le regala un sueño:

– Te vas a ir a la Costa da Morte. Vas a mandar una página de periódico cada día.

Laxe, Corme, Caión, Malpica, Camariñas... los nombres, los destinos, suenan a la letra encantada de una leyenda, mil veces más hermosa que un boleto de lotería premiado. En ese instante el aprendiz deviene, al tiempo, en aprendiz de cronista y aprendiz de peregrino. Cada día, durante esa iniciación, camina, se asombra, husmea, pregunta, escucha, escribe. Al atardecer –entonces no había internet y fax solo lo tenían las oficinas bancarias– se mete en un bar desde el que dictar por teléfono las cuatro o cinco hojas manuscritas de sus textos. A la noche, mira al mar negro y busca donde se esconden los dioses que lo han llevado allí.

Ese verano suceden todas las cosas, todas las noticias, todas las portadas, todos los barcos, todos los descubrimientos. Ese verano se pega en la memoria con el siguiente. Galicia Vacaciones, el suplemento en el que cayeron los becarios afortunados regresa, más gamberro y más profesional, con nuevos nombres, Ana Isabel, Cristina, el jefe Tano, el artista Xurxo; y el que repite, el amigo. El que repite es Demetrio, que se vuele hermano, cómplice de sueños de periodista y de vida. ¿Qué desalmado podría olvidar aquel apartamento con estudiantes de español en el que el neoyorquino David aprendió, mal acen- tuada, su única frase en lengua extraña –“Como como cerdo”–; aquellos recorridos por las costas, las verbenas, los conciertos; aquellos viajes a Catoira, a Rivadavia, a Ribadeo y a Sanxenxo; aquellas cartas estrambóticas –que firmaban el marqués de Entredosaguas y Narciso del Amorhermoso–; aquellas entrevistas con presidentes de la Xunta y expresidentes del Gobierno; con peregrinos, gaiteros, aristócratas venidos a menos, diseñadores venidos a más, periodistas de viejo y otros feriantes; aquellas noches sin dormir con una página por llenar; aquellos carajillos en el Modus, al estrenar la madrugada, con el diario recién nacido y aún caliente en el que oler lo escrito; aquel bajo sin luz, en el que dentro llovía más que fuera, cuando llegó el otoño y nos quedamos.

Porque nos quedamos.

Acabó el verano y nos quedamos en Compostela y, paso a paso, el aprendiz se hizo nómada, como había sido en los primeros días de cronista, cuando en la taberna de Caión solo había tres opciones de comida: pulpo pequena, pulpo mediana, pulpo grande. Y conoció otros lugares y otros nombres, Sela, Víctor, Manolo, Charo, Xavi, Xosé Antonio...

Luego se calzó unas botas y se fue a caminar y a escuchar algo más lejos. A Londres, a Madrid más tarde, a París. Seguía husmeando, escuchando, escribiendo y mandando letras –algunas eran crónicas, otras relatos– al lugar en el que había aprendido a hacerlo.

En la distancia recordaba que, antes de entrar en aquel periódico una tarde de junio, había soñado con ser escritor, pero desde aquel primer viaje el olor de la tinta y la voz de las personas lo atraparon en el oficio. Por eso, durante muchos años, su barco fue el periodismo, aunque en ocasiones la brújula le llevara a una isla literaria.

El peregrino continuó persiguiendo penínsulas, mirando, durmiendo en cabañas en las que dentro llovía más que en el exterior, en yurtas mullidas y, a veces, en palacios de cristal y ébano. En China, en Mongolia, en Estados Unidos, en México. De vez en cuando mandaba letras desde allí –ya no tenían fax ni las oficinas bancarias, ya casi ningún lugar olía a tabaco ni a tinta– y recordaba aquel verano, aquellos veranos, aquel encargo, aquellos nombres.

¿Quién podría olvidarlo, qué desalmado podría olvidar la vida?

Porque era eso, la vida, lo que se aprendía y lo que se alcanzaba en el edificio del Preguntoiro, entre periodistas que olvidaron pronto la chaqueta demasiado sobrante de aquel aprendiz y le hablaron, le enseñaron, le invitaron, le volvieron uno de ellos.

El aprendiz, que en la peregrinación cambió su nombre, Jesús G., por aquel Suso con el que ellos le llamaban, aún sigue haciendo lo que aprendió entonces: zarpar a un Caión entre los montes, a un Laxe en Japón, a una Malpica en el Este; aprender otras palabras con acentuación equivocada, sorprenderse y contar lo que ve y lo que oye. Y cada noche, como un viejo Sinbad en otra isla, busca los dioses que un día de junio de finales de los 80 le llevaron a Compostela, para agradecerles aquel viaje que le hizo quien hoy es, para pedirles que sus botas de caminante, por gastadas que estén, le sigan llevando a nuevas costas llenas de palabras.

16 jun 2020 / 01:17
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