{ FE DE ERRORES }

Un pan como unas tortas

Darío Villanueva

Darío Villanueva

El coronel Aureliano Buendía recordaba frente al pelotón de su fusilamiento que cuando de niño su padre lo llevó a conocer el hielo “el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

Un pan como unas tortas

Un pan como unas tortas / Darío Villanueva

Esta primera página de Cien años de soledad me ha servido siempre de antídoto contra un conocido mantra zombi (pues siempre parece resucitar): que lo que no se nombra no existe. En última estancia, y para intentar disculpar esta ocurrencia que apócrifamente se llega incluso a atribuir al gran George Steiner, podríamos traer a colación que en el libro del Génesis la creación del mundo por Yaveh se realiza mediante una operación puramente lingüística, cuando “Dijo Dios: Haya luz; y hubo luz”. Así es creado también el firmamento, y sucesivamente las aguas y la tierra. Y en una línea muy similar al Génesis judeocristiano la llamada Biblia de la civilización maya-quiché, el Popol-Vuh o Libro del Consejo, narra la Creación del mismo modo. Allí los dioses, reunidos en asamblea “Tierra, dijeron, y enseguida nació”.

Hace ya más de un lustro la prensa se hizo eco de la queja que un grupo organizado de padres que habían perdido un hijo por enfermedad o accidente manifestaban por el hecho de que no existiese en el diccionario académico un adjetivo que los definiera. ¿Huérfilos?: el dolor de estos padres no tiene nombre era uno de los titulares de la campaña, ejemplo magnífico del “sentimentalismo tóxico” definido por Theodore Darlrymple, que daba paso a un extenso reportaje con entrevistas a varios promotores de la iniciativa, uno de los cuales se expresaba claramente en términos que igualmente me explico de la mano de Zygmunt Bauman: “Somos huérfilos, habla José Antonio padre, que ofrece su testimonio a familias que están en las mismas circunstancias en que estuvo él. «Las cosas hay que nombrarlas. Lo he padecido y lo sé: necesitamos una palabra que nombre, algo que adjetive, algo que acote… Los psicólogos dicen que es bueno ponerles nombre a las cosas. Si no, es como si no existiésemos»”.

Precisamente aquel mismo año 2017, Bauman y Thomas Leoncine, platicando a propósito de una de las transformaciones de la nueva sociedad poblada por la que ellos denominaban “Generación líquida”, coincidían en constatar que esa invisibilidad “no es más que la peor «enfermedad» social moderna”. El “nativo líquido” se caracteriza, así, por moverse no solo en la órbita de su propia individualidad, sino que se afana en hacerla patente y notoria en el escenario de la esfera pública.

Seis años más tarde, esa reivindicación “líquida” resurge en prensa bajo nuevos titulares llamativos como, por ejemplo, No hay palabras para la muerte de un hijo. La demanda expresada públicamente en 2017 desde la plataforma Change.org llegó hasta la RAE en forma de una petición, reiterada en 2019 y de nuevo ahora, de que se añadiera al caudal léxico del castellano la palabra huérfilo. Pero pese a que entre los demandantes figuraban incluso profesores universitarios, su aportación lexicográfica adolecía de vicios incomprensibles de forma y de fondo, y su imperfección parece indicar una absoluta falta de respeto hacia la lengua, porque sin conocerla bien, hay quien quiere moldearla a su libérrimo gusto ignorando los principios más elementales que la rigen.

En primer lugar, no es cierto que el castellano no disponga de un término para designar a los padres que han tenido la desgracia atroz de perder un hijo. En realidad, dispone de dos. Uno que desde la edición del DEL de 1791 está consignado hasta hoy: “deshijado, da. Adj. Desus. Dicho de una persona: que ha sido privada de sus hijos”. Efectivamente, poco usado, pero que el poeta romántico Antonio Ros de Olano, en su composición “Angelitos del cielo”, utiliza: la deshijada madre del angelico / de aquella pobre cuna miró el vacío.

Pero no es justificable ignorar que desde 1925 el DEL recoge esta segunda acepción de huérfano: “Poet. Dicho de una persona: A quien se le han muerto los hijos”. Esta acepción tiene distinguida prosapia: ya estaba en griego, según se documenta en las Olímpicas de Píndaro, en Hécuba de Eurípides, o en Antígona de Sófocles. Y mantiene plena vigencia en el español de hoy. Sergio del Molino Molina narra la pérdida de su hijo en su novela La hora violeta (2013), en donde escribe, recordando a Francisco Umbral: «Y le he dicho que de todo lo que he leído sobre niños muertos, sobre padres huérfanos y sobre enfermedad y ruina, Mortal y rosa es, con mucho, el libro más bello, hondo y suicida que he sufrido». Y el colombiano William Ospina, en De la Habana a la Paz, publicado en 2016, denuncia que la guerra no consiste en estadísticas, sino que detrás de las cifras hay «incontables horas de angustia, ríos de desesperación, miles de hijos huérfanos de sus padres y miles de padres huérfanos de sus hijos».

Y el segundo vicio que campa por sus respetos en huérfilo es su propia composición. O mejor dicho, la descabellada invención u ocurrencia de su composición. Merece el título de “palabra frankenstein”. Se supone que nace de la fusión entre huérfano (palabra en su origen griega pero asimilada por el latín) y filius que en latín significa “hijo varón”. Pero como se omite en el segundo étimo la letra i, que está en todos los derivados castellanos de filius: filial o filiación (y no filal o filación), el resultado es que se confunda con el elemento compositivo griego –filo, que si0gnifica “amigo” o “amante de”: filósofo, anglófilo, filólogo, etc. De modo que un huérfilo vendría a ser, en zarrapastrosa formulación, algo así como “quien ama la orfandad”. Esto es, exactamente lo contrario que un deshijado o un padre huérfano. El riquísimo refranero hispánico llama a esto “hacer un pan como unas tortas” (o “unas hostias”).