{ FE DE ERRORES }

Por imperativo legal… o así

Darío Villanueva

Darío Villanueva

EN ENERO DE 2009 Barak Obama juró dos veces su cargo como presidente. Resulta que el martes día 20 el jefe del Tribunal supremo John Roberts, en la ceremonia celebrada en el Capitolio de Washington le hizo trastocar el orden de la palabra fielmente al repetir la fórmula ritual. El propio Roberts, preocupado por el reconocimiento legítimo de la investidura, provocó que al día siguiente, ya en la Casa Blanca, Obama pronunciase literalmente el juramento estipulado en la Constitución: “Juro solemnemente que desempeñaré fielmente el cargo de Presidente de los Estados Unidos”.

De tal modo, aparte de cumplir con la ley, ambos seguían a la vez puntualmente la teoría lingüística de los actos de habla tal y como la había expuesto John L. Austin en su libro Cómo hacer cosas con palabras. En él se expone la teoría de los enunciados performativos, o actos de habla realizativos, que son aquellos que además de enunciar un hecho lo hacen efectivo. Tal cosa sucede precisamente cuando utilizamos verbos como jurar o prometer, pues al pronunciarlos estamos explícitamente ejecutando la acción correspondiente.

Entre nosotros viene esto a cuento cuando se produce la proclamación del Rey, el presidente del gobierno y sus ministros toman posesión de sus carteras o, como acaba de suceder, los diputados y senadores acceden a sus escaños. Y desde las primeras aplicaciones de la Constitución de 1978, tal cosa no deja de producirse con cierta controversia y sobresalto.

No me referiré a la identificación que se ha consagrado del juramento como una fórmula confesional, y de la promesa con la opción laica. Pero jurar pertenece desde su etimología al campo semántico de lo jurídico, y entre los latinos iuramentum significaba afirmación y compromiso delante de un juez, a partir de la inconfundible raíz de ius, esto es derecho o justicia. Exactamente lo que hacen en sus tomas de posesión nuestros senadores y diputados que responden a la pregunta “¿Juráis o prometéis acatar la Constitución?”. Algunos juriconsultos convienen en que este acto se ha configurado finalmente con un sentido más ritual y simbólico que jurídico, y que las implicaciones religiosas del juramento se han impuesto a la más genuina que es también laica.

Me interesa más otra cuestión, sobre la que se ha pronunciado en dos ocasiones el Tribunal constitucional. La primera, en 1991 cuando admitió como legítima la adición de la coletilla “por imperativo legal” que los diputados electos de Herri Batasuna utilizaron en la sesión de investidura de Felipe González, y que el presidente de la cámara Félix Pons rechazó como inválida.

A partir de aquella sentencia favorable a los diputados vascos, la imaginación y originalidad de los diputados ha ido abigarrando la fórmula mediante nuevas aportaciones. En la sesión del 17 de agosto pasado se ha prometido en varias de las lenguas españolas “por el pueblo de Valencia”; “por la democracia, la igualdad y los derechos sociales”; “por la soberanía popular y la fraternitat entre els pobles, por la justicia social y la Tierra”, ocurrencia plurilingüe de Íñigo Errejón; “por una España plurinacional y feminista”; “por la lucha antifranquista que conquistó las libertades”; “por los derechos de los trabajadores y trabajadoras”; por “la tolerancia de los valores republicanos”; por “lealtad al pueblo de Cataluña y al mandato del 1 de octubre”; por “la defensa de todos los represaliados y exiliados”.

Ya no cabe controversia al respecto después de que el Tribunal Constitucional, en junio de este mismo año, haya confirmado el dictamen de 1991 reconociendo de nuevo la plena constitucionalidad de las diversas fórmulas empleadas por veintinueve diputados para adquirir en 2019 la condición de tales. Rechazaba así un recurso de amparo interpuesto por ocho diputados que alegaban un trato de desigualdad por haber jurado la Constitución conforme a las exigencias normativas mientras otros utilizaban las que quisieron.

Esta resolución provocó encendidas reacciones. El Consejero de Estado y expresidente del Senado Juan José Laborda lamentaba que “ya no es suficiente jurar por imperativo legal; ahora es un concurso de desatinos, propio de tabernas, incompatible con lo que significan las Cámaras democráticas”. Y concluía su alegato así: “El Tribunal constitucional no puede perder la ocasión de defender la Constitución”. Con anterioridad, el constitucionalista Gerardo Pérez Sánchez reclamaba el regreso a la fórmula que representa inequívocamente el acatamiento de la Constitución para evitar que las Cortes se convirtiesen “en un escenario para el lucimiento polémico de algunos políticos y para la controversia hueca y vacía de verdadero significado. En definitiva, están transformando el Parlamento en un reality show cutre”.

El dictamen de este mismo año contó además con los votos particulares de cuatro magistrados quienes aun admitiendo la validez de la primera coletilla aceptada en 1991 advertían que otra cosa era aceptar “expresiones que condicionaran o contradijeses la naturaleza esencialmente formal y solemne del acto del juramento y su sentido último de representar un acto de homenaje y respeto a la Constitución”. Los enunciados de aquellos veintinueve diputados “o bien eran ininteligibles, o introducían adiciones que desnaturalizaban y vaciaban de sentido el juramento o promesa prestados, al incluir reservas o condicionamientos inconciliables con la exigencia de acatamiento de la Constitución”.

En todo caso, cumple regresar a la limpieza conceptual de la pragmática lingüística, que tan estrictamente aplicaron en 2009 el juez Roberts y el presidente Obama. Un acto de lenguaje performativo o realizativo, en especial el emitido como promesa o juramento, no precisa ni permite apostillas, paráfrasis ni redundancias. Consiste en el enunciado desnudo y directo de las pocas palabras que, al pronunciarse, se convierten en una realidad operativa. Por ejemplo, en el acatamiento de un texto constitucional del que procede la legitimidad de la condición novedosa y responsable que el enunciador adquiere, y en virtud de la cual, democráticamente, podrá intervenir en el cumplimiento de sus propósitos políticos, entre ellos, incluso, la modificación en profundidad de la propia Constitución que lo ampara.