Opinión | Políticas de Babel

Sin aditivos de inteligencia artificial

EL ASUNTO este de la Inteligencia Artificial (IA, por sus siglas en español), de la que, por cierto, tenemos estupendos exponentes entre la comunidad científica de Galicia, empieza a resultar demasiado recurrente, como tantas otras cosas. Vivimos un tiempo sofocante en lo mediático, de tal forma que, en cuanto un tema se enquista, y creo que ya hay muchos enquistados, todo parece referirse a él, ‘velis nolis’, y así durante meses, o durante años. La metáfora es la del perro que no suelta el pantalón de las visitas ni a la de tres. 

No sólo vivimos una época de grandes cuñadismos bajo la luna, esa gente que da la vara con las verdades absolutas que debemos creer, porque hay mucha doctrina y mucha tendencia al dogma, sino que cada vez cunde más la imagen de una especie humana en franco desquiciamiento que no parece encontrar la salida del laberinto, ni siquiera volando con alas de cera, o, como se estila ahora, con drones, que ya empiezan a envenenar todos los sueños. 

Y así, la inteligencia artificial se presenta como una gran solución para el futuro inmediato de la humanidad y también como su condena y fracaso a corto o medio plazo. Ambas cosas a la vez. Puede que, a medida que baja la inteligencia natural (y un repaso de la realidad que sale en los informativos así lo confirma: no me digan que no es terrorífico lo que estamos viendo), la inteligencia artificial se vaya presentando como un alivio fácil y urgente, especialmente para llevar a cabo los procesos automáticos. Vale, de acuerdo. 

No tengo dudas sobre las ventajas que todo esto puede tener en el campo de la ciencia, estoy seguro de ello, aunque, no sé por qué, siempre temo que sea la industria bélica la que primero tome nota de los avances. Leí en alguna parte que eso, en realidad, ya está pasando. Pero ¿por qué temer que la inteligencia artificial acabe destruyendo el mundo, si se le cruzan los cables, o incluso sin que se le crucen en demasía, por qué temer la consabida venganza de la máquina, si ya nosotros solitos nos encargamos de nuestra autodestrucción? La máquina siempre ha causado miedo y temor, pero no sobrevaloremos tanto al ser humano, y bien que siento decirlo. ¿Nos está haciendo la tecnología más estúpidos? Es una posibilidad. ¿Estamos delegando cada vez más la marcha del mundo?: viendo cómo se comportan algunos líderes globales, quizás la cosa tampoco pueda empeorar demasiado. 

La inteligencia artificial se ofrece como solución, incluso como revolución contemporánea, y aparece ya, incluso, en la publicidad. “Diseñado con inteligencia artificial”, escuchas de vez en cuando, para atribuir calidad a un producto. Tanto como decir: no se preocupen, la estupidez humana no ha intervenido, así que esto va a funcionar. Cada vez más aparecen esos avisos: “mejorado con inteligencia artificial”, algo que me recuerda a esos alimentos presuntamente mejorados también con ciertos aditivos que obran milagros… 

Pero, por supuesto, existe el fenómeno contrario. En no pocos casos, se huye de la inteligencia artificial como de la peste. Aunque Leila Guerriero decía ayer en ‘El País’ que a la IA le falta espesor (otros dirán que aún le falta un hervor, o un ‘fervido’…), lo cierto es que una de las primeras aplicaciones de esta revolución tecnológica ha consistido en convertirla en creadora de novelas o cuadros para una exposición. ¡Pobres novelistas, diseñadores y pintores! ¡Como si no tuvieran ya demasiadas dificultades para abrirse camino! Pronto, en las contraportadas, etiquetas y fajas promocionales de las grandes obras artísticas, se podrá leer: “Sin aditivos de inteligencia artificial”. “Libre de cualquier traza de IA”. Como hoy, cuando leemos “sin conservantes ni colorantes”. O, ya puestos, “sin aceite de palma”.