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El viaje a ninguna parte

HAY un deseo común, nos dicen, de evitar como sea una guerra abierta en Oriente Próximo. Todos creen que sería como abrir la caja de Pandora a nivel global. Pero, al tiempo, las cosas parecen extremarse y militarizarse cada vez más en la región. Para no querer la guerra, hay que ver cómo se alimenta a cada paso la tensión y cómo crece el miedo de una manera exponencial.

Suele decirse que no es bueno confundir la realidad y el deseo. Lo regional, y más en este lugar del mundo, suele tener implicaciones globales y estratégicas. Hoy casi cualquier conflicto resuena en otras latitudes, a veces muy distantes. Hoy todo tiene que ver con todo. Lo regional es sólo relativo, y nadie puede conformarse con eso que se llama, quizás de manera hipócrita, un conflicto limitado, un conflicto doméstico, como si se tratara de un mal menor. Porque sigue siendo, de igual modo, una inmensa tragedia. Los muertos siempre son los muertos. Y ninguno de ellos es de segunda clase.

Las posibilidades de que un paso en falso funcione como una cerilla aplicada a un bidón de gasolina alarman a una parte importante del planeta, máxime si se tiene en cuenta el poder militar que se acumula en la región. Tanta es la preocupación, que hasta el conflicto de Ucrania ha pasado a una especie de segundo plano, con lo que eso implica, sobre todo para Zelenski, y ello a pesar de estar en las puertas de Europa. De alguna forma, el vértigo de la guerra en Gaza y el ataque llevado a cabo por Irán, han sustituido a la narrativa bélica de Ucrania, que se mueve en un ritmo y un tempo diferentes.

Aunque, bien mirado, todo responde al aumento de la tensión mundial. A la evidencia de algunos peligros que se amasan ya en el horizonte, y que han llevado a Europa a cambiar sus planes y sus estrategias de defensa. La dependencia sistemática de Estados Unidos, especialmente ante la clara perspectiva de una victoria de Trump, empieza a ser cuestionada. Muchos ven las orejas al lobo. Y, en medio de este sentimiento colectivo, el resurgir de la inestabilidad en Oriente Próximo, la gravedad de la situación en Gaza, la política progresivamente más contundente del gobierno de Netanyahu, y la suma, en fin, del primer ataque directo iraní sobre territorio de Israel, no hacen otra cosa que complicar extraordinariamente el paisaje. Sólo cabe esperar contención.

No obstante, los actores principales en la región parecen ser conscientes de lo que supondría un cambio drástico de los acontecimientos. Algunos analistas consideran que los elementos políticos en discusión pueden hacer más por apaciguar el conflicto que ninguna otra cosa. Pues una guerra abierta en la zona, en efecto, conduciría a una escalada impredecible en la que todos tendrían mucho que perder. Ha llamado mucho la atención la estrategia de ataque aplicada por Irán, en gran medida, al parecer, interceptado por Israel y sus aliados. No faltan expertos que atribuyen a la acción unas características bastante peculiares, y ello a pesar del volumen de la operación militar. ¿Ha utilizado Irán el vuelo de los drones como una especie de mensaje, que carecía, además, del factor sorpresa, por su propia naturaleza?

Ignoro si la influencia de Biden habrá tenido que ver con las últimas decisiones de Israel, que se reserva una respuesta al ataque quizás cuando se den, signifique eso lo que signifique, las circunstancias adecuadas. Lo ideal sería que todo quedara aquí. No inflamar más lo que ya está muy inflamado. Biden, en plena carrera electoral (nada fácil, por cierto) es consciente del desgaste que recibe casi a diario a causa de las tensiones de la región. No parece que vaya a involucrarse en ninguna operación de mayor calado, e Irán ha afirmado lo mismo con rotundidad. Nada asegura, eso sí, que la contención vaya a solucionar los problemas en marcha, ni el horror en Gaza, pero, al menos, no meterá a esta zona del mundo en una guerra impredecible. Basta con recordar las horas que se vivieron mientras volaban los drones en la noche, para detener cuanto antes este insensato viaje a ninguna parte.