Opinión | Buenos días y buena suerte

Cataluña (unas horas después)

NO SÓLO los debates de campaña de las elecciones catalanas fueron bastante ingobernables (tantos candidatos, tantas interrupciones, tantas alusiones, tanta letanía del santo reproche), sino que ha emergido ahora, tras la celebración de los comicios, un panorama también confuso y difícil.

Sin embargo, hay que acostumbrarse a la pluralidad, o a la fragmentación, porque es bueno que la democracia refleje todas y cada una de las diferentes sensibilidades políticas. Los resultados de Cataluña muestran una concepción proteica y variable de la realidad por parte de la ciudadanía, en la que ni siquiera permanecen del todo (no sin erosión) las supuestas verdades míticas e irrefutables. Lo cierto es que casi nada es para siempre.

Este oleaje va en contra de las creencias monolíticas. En tiempos líquidos, como nos gusta decir en la estela de Bauman, nada es absolutamente predecible, ni las verdades se mantienen como esfinges ancladas en la playa. La versión soberanista necesita sin duda de ese esencialismo inmutable, que parece aludir a un espíritu intangible, y que ejemplifica bien Puigdemont en su ‘backstage’, acampado en la frontera. Puigdemont es bueno ejecutando ‘performances’ simbólicas: cuida los escenarios, las palabras, los gestos. El halo épico cunde más en momentos así, y pierde brillo cuando se baja a la gestión de lo cotidiano, a la refriega de la economía y la cuestión de los presupuestos. La política es gestión, pero la gestión es dura y a veces triste. 

Nadie puede negarle a Puigdemont cierto éxito en el regreso al territorio de combate electoral (aunque quizás bastante menor al esperado por él mismo): su envoltorio mítico, como escribía también ayer Jordi Amat, su liturgia, el despliegue del ritual simbólico y emocional, funcionaba en la cápsula de Argelês, un lugar simbólico también, que intentaba preservar de toda mácula un brillo viejo y solemne. Pero no son estos tiempos que soporten en exceso las proyecciones de las narrativas heroicas, ni siquiera sobrevive el espíritu del ‘nóstos’, el regreso a casa del líder tras la gran travesía, antes de que se imponga el coro de pretendientes a la Generalitat. Todo, en contacto con la realidad real, se empequeñece y pierde la dulce pátina de las emociones. 

ERC es el ejemplo del desgaste que produce el roce cotidiano con lo doméstico, con la amargura de la gestión difícil. Aragonès, a las pocas horas, asume el fiasco y se retira. Indirectamente apela a una redefinición de las relaciones con Madrid. Se evalúan los efectos del “independentismo pragmático”. Y, paradójicamente, aún tiene la llave del gobierno en su mano. Ese es el otro asunto: qué pasará con Madrid. Qué pasará con Sánchez. Pues todo está profundamente entretejido. El tapiz de la legislatura tiene colorido catalán. Puigdemont reivindica el poder del segundo puesto, dirigiéndose a Sánchez, contemplando la caída de ERC, y pide un gobierno de “obediencia catalana”, es decir, el suyo, ningún otro, pero alguien le habrá dicho que el soberanismo ha perdido la mayoría en Cataluña después de cuatro décadas. 

Sánchez, en efecto, vive también en su larga y eterna paradoja. Feliz por la victoria salvadora, pero consciente de la dificultad del laberinto catalán, que le toca de cerca. Como siempre decimos, está acostumbrado a estos escenarios y a otros peores. Y aunque hubiera deseado un triunfo más contundente de Illa, a pesar de que ha sido sin duda una victoria rotunda (anunciada, por otra parte), lo cierto es que se siente confirmado en su actitud apaciguadora, en “el poder sanador del perdón”, según parece que dijo ayer, aunque otros le acusen de desenterrar a Puigdemont más allá de los Pirineos. No será fácil para Junts justificar cualquier intento de descabalgar a Illa, que llega como un moderado de buenos modales, timidez seductora y una idea integradora en lo que parece el momento menos independentista de Cataluña.