Opinión | BUENOS DÍAS Y BUENA SUERTE

Agustín Fernández Mallo, autor atómico

LLEVO muchos años cerca de la literatura de Agustín Fernández Mallo, al menos desde los días de la Nocilla (ya saben), hace casi veinte años. Luego ha venido una amistad personal y literaria, derivada, claro, de presentaciones de algunos de sus libros a las que he tenido el honor, y el inmenso placer, de contribuir, como la de la pasada semana aquí, en Santiago de Compostela, en el territorio libresco de la gran libresca, ella misma, Mercedes Corbillón.

Hace tiempo que siento una gran fascinación por la literatura de Agustín Fernández Mallo, que arranca, ya digo, de ese instante revelador en el que ni siquiera nos conocíamos personalmente, cuando yo descubrí, o escuché, el eco de su explosión estilística en una galaxia que aún nos parecía remota. 

Ahora, tras atravesar con gran gozo esas atmósferas creativas, a lomos de sus siempre sorprendentes artefactos literarios, sputniks de la palabra meteórica, puedo decir que estamos ante uno de los grandes renovadores de nuestra prosa (de nuestra poesía y de nuestro ensayo, también), aunque creo haberlo dicho ya en otras ocasiones: cada vez que entro en su campo gravitatorio, atrapado por su irremediable atracción atómica, por su increíble capacidad para diseccionar la realidad en capas, así, por ejemplo, las del asfalto, esa fisicalidad o carnalidad de la existencia que estratifica la memoria como el subsuelo, que une epifanías, supernovas estallando con bravura en el pasado, colisiones de hadrones rendidos por el amor fou y la violencia subatómica.

Fernández Mallo construye en sus novelas enormes árboles de realidad, y sus ramas llevan a lugares inesperados, como en una tomografía cerebral. Lo macro y lo micro, el perfecto tapiz. Todas esas explosiones en el cosmos y bajo la piel. Somos la violencia de la física, pero también somos su elegancia cósmica. 

Ahora, acaba de publicar Madre de corazón atómico (Seix Barral), y ese fue el libro que presentamos aquí el otro día. Mallo lo llama un libro para todos los públicos. Quiere decir que, aún manteniendo su estética indomable, y sus giros de fascinante creatividad, y su afán por analizar fotografías, por filmar la realidad nunca filmada, aún sin renunciar ni un ápice a su obsesión por practicar la arqueología de los sueños, las catas del silencio, en pos del brusco estrato donde la memoria detecta un incendio o un terremoto, Mallo ha escrito su novela más personal, en la que reconstruye la figura de sus padres, sobre todo la de su padre, veterinario nacido en León, en Valle Gordo, amante de la ciencia y del progreso, que perdió la memoria al final de su vida, y que Mallo contribuyó a reedificar con los materiales de un diario paterno de un viaje a los Estados Unidos, aparentemente técnico, un texto trufado de fotos del medio oeste americano, algunas de las cuales se reproducen en el libro, como quien muestra una colección de fósiles.

Mallo, en su periplo por tierras americanas, recorriendo la costa este en un intento de alcanzar Gander en Terranova, en esa reconstrucción sentimental (y técnica) del viaje que su padre había hecho en 1967 para traer a bordo de un avión una veintena de vacas a Compostela, completa el mapa de la memoria, aunque siempre quedan hilos que no podemos recoser del todo. Emociona cómo el autor va dando pespuntes a la memoria sobre el terreno, atrapando lo que su padre, en la cama de hospital, va perdiendo sin remedio.

Porque así se derrota a la muerte. Mallo me dice: “la muerte no existe”. “Poco después de la muerte de mi padre, él empezó a reconstruirse en mí”, explica. “Son las cosas del mundo las que se alejan del muerto, no el muerto el que se aleja del mundo”, escribe Fernández Mallo. Ahí crecen los días de infancia, los ecos de pequeñas iluminaciones de momentos con su padre, que brillan como luciérnagas en el universo oscuro. Y la propia infancia del padre, la huida entre Nacionales y Republicanos, la travesía de los montes. He aquí una grandísima novela de la memoria y la identidad. Mallo, atómico.