Opinión | Buenos días y buena suerte

Asustados como conejos

LA CUESTIÓN EUROPEA sigue siendo fundamental, pero nos perdemos en batallas locales, en discusiones que, a veces, no llevan a ninguna parte. Mal vamos si el relato político se basa en el enfrentamiento fratricida, aunque sea con vocablos y metáforas, algunas muy pueriles. No se debe hacer de la bancada un lugar de trincheras con materiales arrojadizos, un territorio de combate. Claro que la democracia implica discusión y cruce de opiniones e ideas, pero no deberían ser para convertirlo todo en un lugar impracticable, parterres de barro en los que cualquier avance queda encallado sin remedio.

La verborragia parlamentaria, o tuitera (esta es más de andar por casa, pero muy capaz de incendiar cualquier cosa, de prender muchas mechas), sólo conduce a un círculo vicioso, a un absurdo patinar sin moverse un centímetro del sitio, y sirve, se quiera ver o no, para hacer el juego a los que no son entusiastas de las democracias y de estas pequeñas cosas modernas que tanto ardor provocan a veces en su contra. Y tal vez por eso cunde la alarma en tiempo de elecciones. Porque se ve ese sacar pecho, esa autosatisfacción que llevaba tiempo ahormándose, o sea, amasándose, y todo lo que fermenta produce sus efectos. De pronto nos damos una palmada en la frente y decimos: “ostras, Europa”. Porque la hemos dado por unida, por sólida, por solidaria, por diversa, por abierta, por científica, por racional. Y no. 

De pronto miramos a la vieja Europa, que queremos siempre tan nueva, y constatamos que los sólidos cimientos también cuentan con apasionados destructores, tan constantes en el uso del martillo neumático. Infiltrarse en ese tejido de libertad, hasta poner en él los huevos del autoritarismo, parece una misión, fanática, sí, pero por la misma razón medida y decidida, calculada, matemática incluso. Ese caos de Milei, ese look, esa creación del héroe desaforado, subido a un escenario como una estrella del rock, no debe ocultar el propósito sistemático, el minucioso engranaje de relojería del proyecto. Trump es el ojo que desde la torre expande el infinito poder naranja del narcisismo, porque sólo en el elogio máximo del triunfo individual se puede captar el deseo inenarrable de sentirse autosuficiente y seductor, aceptado al fin en los sitios de poder, como los que te enseñan a ser rico en dos tardes: si no lo eres, es porque no haces lo correcto, explican con desgana. La humillación del perdedor, o sea. Te enseñan a saber que puedes tener un coche millonario, comer en los mejores restaurantes, ser el tipo fardón en esas cosas, pero ni una palabra más allá de la dulce billetera. 

Hay cosas que no se construyen así, y por eso la idea de Europa merece la pena. Atrincherarse en las palabras insultantes, pero huecas, que llenan minutos preciosos, sólo por distraer la maniobra que incomoda, o por crear una atmósfera viciada que distribuya niebla sobre los verdaderos logros, es algo impropio de una política elevada. Europa merece otro lenguaje, siquiera sea por respeto a tantos pensadores clásicos que nos preceden, y no es posible que la dialéctica actual se haya reducido a una pelea colegial, a un intento de dividirlo todo entre lo blanco y lo negro, siempre de forma amenazante y bravucona. El lenguaje usado como una masa viscosa en la que no pueda distinguirse ni una sola idea, sólo una colección de palabras inútiles y grises. 

Se ha hecho viral (y nunca mejor dicho) la grave infección de lo autoritario. Ese sobradismo de motosierra que se vende como aire de libertad, nada menos. La libertad ha sido remasterizada, redefinida, pasada por los filtros de una estética atroz, que, sin embargo, goza de cierto atractivo. El atractivo de una supuesta rebelión sin complejos (¡esa expresión feroz!) contra ilustrados e intelectuales, a los que ven asustados como conejos. Como quien rescata al que necesita atención y le promete que la ignorancia y la simpleza cotizarán en las mejores academias. Y, ya puestos, en todos los mercados.