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JOSÉ MANUEL REY NÓVOA / DIRECTOR

Don Feliciano, Kipling y Amin Maalouf

Como gallego que se precie, creo en la justicia divina, en las meigas, en la Santa Compaña, el mal de ojo, el maligno... y en los milagros. El periódico que usted tiene hoy en sus manos es un buen ejemplo. Un milagro coral, compartido con casi un centenar de mis compañeros de trabajo, que han puesto, como los Panchos, alma, corazón y vida para hacerlo posible. Vivimos en el siglo XXI, salimos taquicárdicos y temblando de miedo e incertidumbre de una pandemia que cambiará nuestras vidas y, sin embargo, afronto mi futuro con esperanzada ilusión y mis buenos o malos recuerdos del pasado se difuminan gracias a aquello de que vivimos porque olvidamos.

Pero algunos forman ya parte de mi ADN particular. A los 24 años, un 24 de junio, día carismático, el más luminoso del año, asistí en Santiago a una convención de corresponsales. Más de una treintena procedentes de toda Galicia fuimos convocados por el editor D. Feliciano Barrera. Intervine, en plan cartesiano, con un decálogo-denuncia. Señalé lo que no me gustaba y para cada problema aporté una o varias soluciones. Tras la comida de hermandad fui llamado al despacho del gran jefe, en presencia del gerente. Media hora después se inició una relación paterno-filial. Después de mi padre fue el hombre al que más quise y admiré. Solo nos separó su muerte.

Me otorgó confianza, amistad, cariño, respeto y, como no podía ser menos, exigencia en el cumplimiento de las obligaciones, lealtad, disciplina y respeto absoluto a los horarios. Todos los martes, a las 22,30 horas debía llamarle a Madrid para comentar incidencias y recibir instrucciones. Un día que viajé a China me liberó de la llamada y al regreso me dijo tajante, “Aunque yo te diga que no me llames, tú llámame”. Genio y figura.

Casi medio siglo después miro a mi alrededor, intento conocerme a mí mismo y concluyo que mi vida en esta casa ha merecido la pena. Partía con una base muy sólida: tuve la fortuna de nacer en el seno de una admirable familia de condición muy humilde, pero enorme en valores. Soy el mayor de siete hermanos, adoro a mis padres que a duras penas podían alimentarnos y educarnos [es curioso, cuantos más años cumplo más los echo de menos], me impresionan mis hermanos, capaces de sobreponerse a las estrecheces y labrar en distintos ámbitos una vida digna, soy hijo de la emigración emocional porque los seis abandonaron Galicia para sobrevivir fuera, nunca superé del todo su ausencia.

Mi aventura en EL CORREO fue como un cuento de hadas: delegado en Ferrol, jefe de promoción en Santiago, gerente, consejero delegado... Aumentaban las responsabilidades y también las iniciativas para proyectar hacia arriba lo que cuando llegué era conocido, peyorativamente, como la hoja parroquial. Hoy es una referencia periodística en toda Galicia y merced al milagro de internet se lee en 194 países, todos los censados en la ONU menos Corea del Norte.

Recuerdo que el primer balance de la sociedad era demoledor: 2.000.000 de pesetas de activo realizable y 39.000.000 de pasivo exigible, diecinueve veces en situación legal de quiebra. Con las pérdidas de cada ejercicio podrían adquirirse 24 apartamentos en el Ensanche. A los tres años, el resultado positivo permitía comprar uno, y nunca volvió a perder hasta la Gran Recesión de 2008 que nos precipitó al abismo, agravado por el auge de la gratuidad en la red de redes.

El 13 de junio de 1984 falleció Juan María Gallego Tato, recordado director, y presenté una terna con los mejores periodistas para sustituirle. Don Feliciano no estuvo muy de acuerdo con los candidatos y me dijo, “Quédate de momento y más adelante hablaremos”. Nunca más volvimos a hablar del asunto, y aquí me tienen, ejerciendo como decano de directores. ¡Quién me lo iba a decir!

Lo que puso en órbita la empresa durante tres décadas y media pueden leerlo en las casi 300 páginas que hoy publicamos. Desarrollamos un espíritu pionero como muy pocos; nos atrevimos con el primer diario en gallego de la historia, enriquecido con el segundo, Galicia Hoxe; dimos cabida en las páginas a todo aquel que tenía algo que decir, con independencia de razones, ideologías y condición social. En cuestiones terrenales no creemos en verdades absolutas, y el mensaje que enviamos siempre a la sociedad civil, clave de nuestra fortaleza, es que la información veraz, fiable y de confianza es cara; hay otra más barata, pero esa es deformación que envilece a quien la transmite y contamina al que la recibe.

¿La clave de haber resistido tantos años en esta empresa? Me declaro profundo admirador de Rudyard Kipling y ya desde mi juventud me impregné de los principios del Nobel de Literatura, angloindio primero en lengua inglesa, cuando valoró “Volver al comienzo de la obra perdida aunque esa obra sea la de toda una vida; guardar en el puesto la cabeza tranquila cuando todo a tu lado es cabeza perdida”, y, sobre todo, “Lograr que los nervios y el corazón te asistan cuando no quede nada, porque tú lo deseas y lo quieres y mandas”.

Me encanta vivir en este mundo de las nuevas tecnologías; me asusta el mal uso que se hace de ellas; me sumo a la constante evolución y creo que los jóvenes nunca estuvieron mejor formados que en nuestro tiempo; respeto el legado recibido; veo el futuro con esperanza y muchas oportunidades, adoro la excelencia; admiro al que triunfa, odio la maledicencia, no pierdo tiempo en actos inútiles y acuñé hace décadas la expresión, que practico: “Mientras los demás conspiran, yo trabajo”. Toda mi familia es una prolongación de mí mismo.

Solo poseo una enfermedad, la del optimismo incorregible. Y dos de mis grandes referentes son el libanés Amin Maalouf, “Es mejor equivocarse en el optimismo que acertar en la desesperanza”, y Confucio, que sentenció: “Elige la profesión que te guste y no trabajarás nunca”. Es mi caso.

Vuelvo a mirar a mi alrededor, precisamente hoy, víspera del 50.000, y veo a casi un centenar de héroes con los que comparto a diario la elaboración de nuestro periódico en papel y la edición digital. No son supermen ni superwomen del cómic y películas, son seres excepcionales, anónimos, de carne y hueso, que se dejan la piel en la defensa de los colores de esta Casa y a los que quise, quiero y querré siempre.

Y a ustedes, lectores, anunciantes, accionistas, consejeros, valedores, patrocinadores y, sobre todo, amigos, también. A partir de mañana comienza para nosotros, el primer paso de las célebres mil millas. Con gratitud imperecedera a D. Feliciano Barrera y un abrazo en letras de molde a todos ustedes les digo, simplemente, gracias... y no nos abandonen nunca.

Nosotros siempre estaremos aquí.

El origen

Este es un día hermoso; el mejor quizá de los últimos doce años. Por eso vuelvo a los orígenes. Las siete lozanas jóvenes que posan sonrientes en la calle principal de Monforte, mi ciudad natal, son de izquierda a derecha y de arriba a abajo, Pilar Cota Díaz, mi hermana Mª Eugenia; mis primas María Vázquez Rey y Charo Rey García; Mercedes Puente; Ana Rodríguez Codesido y otra de mis hermanas, Flora Rey Nóvoa, Flory para la familia. Todas se ofrecieron voluntarias para vender El CORREO en las fiestas patronales y fines de semana para reunir fondos y viajar. La experiencia tuvo un éxito desbordante. En Santiago no daban crédito al marketing monfortino. Poco después, don Feliciano me fichó, y aquí me tienen. O sea, que gracias a las siete intrépidas y atractivas jóvenes hoy estoy aquí. Así se escribe mi pequeña historia.

16 jun 2020 / 01:44
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