{ tribuna libre }

La transfiguración del Señor

José Fernández Lago

José Fernández Lago

LAS PERSONAS sencillas caminan a menudo sin darse importancia, para no condicionar a quienes conviven con ellas. Cierto que, en algún momento, tratan de mostrar su verdadera condición, para no privar a los demás de conocer la realidad de las cosas. Algo así aconteció con Jesús, quien, de ordinario, se comportaba como uno de los seres humanos que vivían entonces en Israel, pero que un día llevó a sus discípulos más allegados al monte Tabor, y les mostró su condición divina, para darles ánimos ante su próxima pasión y muerte.

La 1ª lectura de la Misa de esta tarde y de mañana, tomada del libro de Daniel, presenta a Dios Padre como si fuera un anciano, nimbado de fuego, a quien servían miríadas de ángeles. Al mismo tiempo muestra a una especie de hombre que viene por las nubes del cielo. A él se concede todo poder, honor y reino, un reino eterno, en el que todos le servirán.

San Pedro, en su 2ª Carta, alude a la venida gloriosa de Cristo, al final de los tiempos, y dice conocer de qué habla, pues ha sido testigo ocular de su grandeza, cuando subió con él a la montaña sagrada. En aquella ocasión escuchó la voz del Padre, que proclamaba: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido”. Esas palabras confirmaban los anuncios de los profetas.

El Evangelio según San Mateo describe cómo Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a una montaña alta, donde se transfiguró. Su rostro y sus vestidos resplandecían. Se les aparecieron Moisés y Elías, que conversaban con Jesús. Una nube los cubrió, y la voz del Padre, salida de la nube, proclamó que Jesús era su Hijo, el amado, en quien se había complacido. Se exhorta a escucharle. Ellos, ante esa voz tan sublime, se postraron por tierra, y ya no vieron a nadie más que a Jesús