{ La Tribuna }

Peces abisales

Rosa Ribas

CUANDO IBA AL INSTITUTO, una amiga que cantaba en la coral de mi ciudad me dijo que seguramente ese año el coro participaría en un concurso internacional en Gales. Lo de cantar a mí me daba algo de vergüenza, pero la idea de hacer un viaje al extranjero era demasiado tentadora, de modo que me apunté al coro.

Las contraltos, a las que me sumé, eran pocas y la gravedad de las voces se debía sobre todo a la edad y a la laringitis crónica de algunas integrantes de la cuerda. Solo mi amiga y yo teníamos voces graves sin que mediaran los años o alguna dolencia. Era un coro aficionado que cantaba folclore catalán y alguna pieza alemana romántica. Era un coro bastante malo, pero el maestro necesitaba voces para poder presentar a concurso a su otro coro, el bueno, el de Barcelona. De modo que eran muchos los alicientes, las piezas que cantábamos eran interesantes, se ensayaba en Barcelona y la promesa de un viaje a Gales.

Teníamos que participar en tres categorías: coro mixto, coro femenino y canción tradicional. En este último no entré porque era un grupo reducido y las contraltos más veteranas reclamaron su derecho a cantar L’Empordà con laringitis crónica. Pero, cantásemos o no en el coro tradicional, uno de los días del festival en Llangollen de 1980 teníamos que ir todos vestidos con trajes típicos.

Habría olvidado que mis medias blancas eran demasiado pequeñas y se rompieron cuando me las puse; habría olvidado la falda de flores, el delantalito negro, el corpiño, los guantes de redecilla… lo habría olvidado todo si durante este festival no hubiera sufrido una transformación zoomórfica que no le deseo a nadie a sus 17 años.

Me convertí en un pez abisal.

No como el narrador del relato Axolotl, de Cortázar, tan fascinado por estos anfibios mexicanos que va a contemplar cada día al Jardin des Plantes de París, que un día queda convertido en uno de ellos.

Los peces abisales me parecen unas criaturas absolutamente fascinantes, sobre todo aquellos que parecen portar un farolillo bioluminiscente en la cabeza, no para ver, sino para atraer a las presas. Pero mi transformación no derivó de la atracción por unos peces que son solo cabeza, mejor dicho, son solo una mandíbula con enormes ojos y enormes dientes que no les caben en la boca. No. Podría llamar metamorfosis a mi transformación para darle un poco más de nivel literario, pero eso a mí, como al protagonista de Kafka, no me sirvió de gran cosa cuando, una vez vestida, me eché el pelo hacia atrás para ponerme la redecilla en la cabeza. Era una redecilla negra en forma de cola de pez. Todo el pelo quedaba recogido dentro. En cuanto logré meter las varillas de mis gruesas gafas en la redecilla, no tuve que volverme para saber que había sufrido una transformación, de reojo en el espejo se veía la silueta inconfundible de un pez abisal. Los cristales, enormes, gordos como el culo de una botella asomaban de la forma pisciforme que la redecilla le daba a mi cabeza. Era un pez abisal. Y me tocaba salir al exterior y pasar un día nadando por el recinto del concurso de canto. Era un horrendo, feísimo, ridículo pez abisal vestido de catalana y con las piernas desnudas y ateridas.

Conservo una foto de ese concurso de canto. Para la foto me quité las gafas. La experiencia como pez abisal aún resonaba. Aun sin saber quién soy, se me podría distinguir perfectamente: soy la única que no mira a la cámara porque no sabe dónde está. Pero estoy sentada en las rodillas de una mujer cuyo nombre desgraciadamente he olvidado. Una mujer que tenía la voz tan grave que cantaba con los tenores, por eso solo recuerdo que la llamábamos “la tenora”. Una mujer que, cuando nuestro autocar hizo parada en París –porque nuestro coro no se podía permitir hacer el viaje en avión y lo hicimos en autocar– y un camarero nos sirvió el desayuno con brusquedad, tirándonos los croissants sobre la mesa, se dirigió a él en francés y le dijo que si creía que estaba dando de comer a cerdos. La adoré desde entonces.

Con los años, he descubierto que tienes que hablar muy bien una lengua para poder usarla cuando estás enfadada.

También he aprendido que los peces abisales, aunque muy pequeños, son los únicos que tienen mecanismos para resistir la tremenda presión del agua sobre sus cuerpos.