BUENOS DÍAS Y BUENA SUERTE

De aquella nieve, queda la memoria

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

DESDE el lugar en el que pasé la infancia me avisan de que posponga la excursión de todos los inviernos. No hay un solo copo de nieve. Recuerdo un viaje cuando los niños eran pequeños: aunque aquel año había nevado incluso sobre las playas de Galicia…, pero ellos se asombraron al caminar de noche junto a iglesias románicas, donde se acumulaba una nieve dura como el pedernal. Por entonces resistía incluso durante semanas, indolente, por más que un sol de membrillo, envuelto en jirones de niebla arácnida, se esforzase en derretirla. Nunca más volvimos a ver esa nieve antigua, tan densa como un mazapán, que a mí me conectaba con los días de la niñez.

Y así, mis hijos se han criado prácticamente sin nieve. A cambio, han tenido que alimentarse de mis reiteradas narraciones, el relato algo gastado de cómo encontré en la Noche de Reyes mi tractor de plástico enterrado en los neveros del jardín, como un trineo Rosebud particular, con el aire detenido como un platillo volante sobre las plantas amortajadas. Todo les suena a batallitas rurales, y la nieve, se quiera o no, es ya una recreación ficticia, un decorado, porque los saltos de esquí televisados con tesón increíble desde Innsbruck no pueden sustituir esa experiencia. La nieve de las estaciones de esquí, alimentada con cañones cuando las condiciones lo permiten, es otra cosa. Algo diferente: es una nieve del primer mundo, domesticada para el gozo. 

Hablo de la nieve sin los atributos de la modernidad. La que se pegaba a las iglesias románicas y a las tapias del huerto por el efecto de la ventisca. Los alfileres poderosos de aquellos días nos golpeaban cuando, ya de noche, seguíamos en los arroyos helados, patinando (siempre lo digo) como en los cuadros de los Brueghel, de los que nada sabíamos, salvo por las postales navideñas que a veces tenían sus paisajes como motivo principal. Niños embutidos en los duros jerséis de lana que tejían nuestras madres junto a la cocina de carbón. Niños sin diseño, sin posibles, niños que postergaban la cena hasta que los dedos dolían como si los mordisquearan roedores del bosque, niños ausentes, ignorantes de cualquier lujo y de cualquier progreso, fundidos en el reverbero de una nieve que era mortaja de los cementerios, pero campo de juegos para todos, magia que nos era entregada por el cielo.

De aquella nieve, antigua y nueva al tiempo, que borraba el paisaje para dejarnos una poderosa hoja en blanco, sólo queda una memoria difusa y escondida, el recuerdo de la quemazón en los dedos, el fulgor del cielo azul que seguía a la cúpula de acero, la sensación de que todo comenzaba al amanecer, cuando no podías distinguir ni lindes ni caminos. El sol tenía el amarillo de los muertos. Pero la vida cobraba todo su sentido, envuelta de pronto en el silencio, en una extraordinaria suspensión del movimiento. Como quien se afana en retener el reloj antes de la última campanada, antes de que el hechizo desaparezca y el mundo retome su marcha inexorable. 

Me hubiera gustado que mis hijos tuvieran noticia directa de aquella nieve, de la que apenas me queda la memoria. Pero hay que acostumbrarse a las derrotas. Como alternativa, dedico algunas horas a contemplar los documentales de vida extrema, que enseñan lugares donde aún los inviernos se muestran con fiereza. Leo en ‘El País’ que, en la pasión urbana por la Navidad, las luces inmensas han acabado con la tranquilidad animal, y que el alumbrado deja “pájaros insomnes e insectos agotados”. Qué inquietante y qué Millás esa figura de los pájaros insomnes. Golpeando su pico contra la luz, en lugar de hacerlo en los viejos neveros. El fulgor de la nieve era lo que nos iluminaba entonces. 

Por celebrar los recuerdos, que son más sensaciones, dedos ateridos, luz nueva sobre nuestras vidas, abro un libro recién publicado, propio de este tiempo: ‘Un manicomio en el fin del mundo’ (Capitán Swing), de Julian Sancton. Un relato sobre la soledad y la locura en el devastador invierno antártico. Nosotros, en cambio, fuimos felices en medio del silencio blanco.