BUENOS DÍAS Y BUENA SUERTE

Alicia, el relojero Losada y nosotros

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

ESA EXPRESIÓN, “feliz salida y entrada de año”, tiene algo de ritual y de aventura. La puerta que se abre al otro lado, quizás un lado oscuro, el pórtico mágico que nos lleva a otra dimensión. Las mitologías están trufadas de cosas así. Y qué decir de los ritos de paso, tanto individuales como colectivos o tribales. Salir de un lugar para meternos de inmediato en otro, viajar a través del tiempo o del agujero en el que cae Alicia, con un conejo, claro, llevando en la mano un reloj que, según el gran John Tenniel, pende de una leontina. Caer, caer, caer, hacia el sueño, hacia la ficción, o hacia la pesadilla.

El fin del año, este juego del calendario, se ha convertido en una fiesta masiva en una plaza mediática, pero es un juego (una liturgia) que, en el fondo, entierra el pasado, como el fuego de las hogueras de San Juan. Es una constante en las creencias iniciáticas, y una señal del eterno retorno (el mundo viejo que se extingue para volver a crearse tantas veces como sea necesario). La gran transformación del 31 de diciembre consiste apenas en pasar una leve página, con el propósito de inaugurar una tabula rasa en la que presumiblemente no hay nada escrito. Una ilusión: como la lotería. 

Pero, aunque el nacimiento se le atribuía a la primavera (“abril es el mes más cruel”, dice T.S. Eliot), cuando las raíces se retuercen en el subsuelo y luchan por salir, completado el deshielo, desatada el agua, el fin de año es otra forma de nacer. Las doce uvas marcan el parto hacia otro tiempo inextricable, es el túnel breve por el que nos deslizamos hacia una nueva luz, aunque sólo sea la dudosa luz del día. Una reencarnación en cierto modo, un resurgir de nuestras cenizas tras el incendio de la última noche del año en la que quemamos los ropajes inútiles. Para renovarnos, necesitamos desaparecer y aparecer de nuevo, en esa magia del reloj. Una metamorfosis veloz entre licores se inicia con el enigmático campaneo, eso es. Somos crisálidas que eclosionan bajo la luz dorada de la última copa. 

Y al cabo, atravesado el dintel, en la ceremonia de renacimiento, descubrimos que los viejos dolores persisten. No sólo en el cuerpo, sino en el mundo. El encantamiento de este tránsito no podrá borrar el horror que creímos dejar al otro lado, como quien esconde el mal bajo la alfombra. La puerta a la luz es también una puerta a las nuevas oscuridades, que suelen crecer deprisa. En los viejos relojes de sol se leía “vulnerant omnes, ultima necat”: “todas las horas hieren, la última mata”. La sentencia horaciana habla del deterioro y la vejez, del paso del tiempo que no puede detenerse, a pesar de complacernos en la alegría íntima de los relojes, en su afán por continuar.

Las campanas de esta noche anuncian la muerte y el nacimiento al mismo tiempo, el tránsito fugaz, la ilusión de inaugurar una página en blanco. Tiene algo de sueño infantil, caemos sobre el colchón del tiempo y esperamos no descender hasta el jardín en el que nos corten la cabeza, porque, como diría Vladimir Propp, los cuentos muestran el lado trágico de la belleza. El conejo con su leontina nos avisa de que el tiempo se escapa, pero cuando en 1866 el relojero leonés Losada regaló a Madrid el reloj con el que hoy muchos brindarán, el único propósito residía en marcar el tiempo correcto en la gran ciudad (algo que los relojes anteriores no habían conseguido: se cantaban letrillas de que sus torpes maquinarias iban como los gobiernos…). 

Sean felices esta noche en esta impostura de los almanaques, en estas trampas inevitables del reloj, honrado, sin embargo, como el de Losada, creado en Londres y aupado a la torre de Madrid, para que no perdamos nunca más el ritmo de los tiempos... ¿Será eso posible? Sean felices en el tránsito anual, hoy ya televisivo, aunque al otro lado nos esperen las sombras de las mismas guerras, que ignoran esta magia, y la ‘polarización’ que ha consagrado la Fundéu como palabra del año. Y preparen sus propósitos, sobre todo para no cumplirlos, que despropósitos no nos han de faltar.