Opinión | POLÍTICAS DE BABEL

Haití no nos da tregua

 VAN YA CASI DOS DÉCADAS visitando anualmente esta maravillosa isla caribeña llamada La Española. De muchos de estos viajes fui dando cuenta en El Correo Gallego. Moverse por Haití y la República Dominicana constituye toda una experiencia vital cargada de sorpresas y contrastes. Resulta curioso comprobar cada año cómo, a medida que el tiempo avanza, las diferencias entre ambos lados de la isla se van acentuando. Se acrecientan porque la República de Haití ha evolucionado al albur de Gobiernos fallidos desde un punto de vista administrativo y gestor, incapaces de luchar contra la corrupción institucional y la preeminencia de las mafias y las bandas criminales.

Este territorio bello y acogedor ha sido expoliado brutalmente, y sus recursos degradados hasta niveles inconcebibles (la deforestación del país es un ejemplo). Por eso ni siquiera la ayuda del exterior repercute favorablemente en la República, y se termina perdiendo en las manos de quienes controlan la cornucopia del poder local. Esta situación genera un peligroso círculo vicioso que desalienta una inversión extranjera que prefiere apostar por la vecina y cada vez más boyante República Dominicana, donde las fórmulas combinadas de emprendimiento e inversión exterior y local sí fomentan la necesaria seguridad jurídica, económica y empresarial.

Entretanto, Haití no logra levantar cabeza. Su sufrimiento va en aumento, mientras la Comunidad Internacional se muestra incapaz de propiciar un cambio del statu quo. Las desgracias aquí se suceden. Y ni siquiera la capital, Puerto Príncipe, constituye hoy un lugar seguro para quienes nos acercamos al país caribeño. El último enclave que permitía ofrecer al exterior un cierto orden social y político hoy resulta tan peligroso e inestable como el resto del país. La prensa internacional no se atreve a adentrarse en sus barrios, y los consulados y embajadas próximas se limitan a advertirnos de los riesgos que acarrea entrar en este territorio caribeño.

En Haití los desastres naturales y los infortunios políticos se han ido sucediendo. Muchas de esas desgracias las fuimos describiendo desde esta tribuna. Fue aquí donde expusimos las consecuencias del devastador terremoto que en enero de 2010 sacudió el país, o el caos añadido que generó el posterior ciclón Tomás ese mismo año. Seis años más tarde, en 2016, cuando el país aparentaba empezar a recuperarse, tuvo lugar el huracán Matthew. Las desdichas se acrecentaron en 2021 con el magnicidio en julio del presidente Jovenel Moïse, y el terremoto que, en agosto, volvió a azotar esta hermosa nación caribeña.

Hoy Haití se enfrenta a un reto ya no sólo económico y humanitario, sino incluso político e institucional. Sin medios materiales ni humanos (apenas 10.000 miembros de las fuerzas del orden) para propiciar la seguridad de sus 11 millones de habitantes, trabaja para que un “consejo presidencial de transición” pueda hacerse con un cierto control del país hasta convocar un nuevo proceso electoral. Y si bien un renovado primer ministro que sustituyese interinamente al defenestrado y huido Ariel Henry constituiría un paso de gigante en la estabilidad del país, recuperar el control de infraestructuras e incluso de comisarías y penitenciarías resulta igual de perentorio. Saber que hay unos 4.000 presos que han podido huir de las cárceles, y poco más de dos agentes por cada uno de ellos para reenviarlos a prisión y mantener la seguridad, resulta inquietante, por más que la ONU y EE.UU. estén tratando de gestionar el polémico traslado a Haití de 1.000 policías procedentes de Kenia.