Opinión | cifras e letras

Del teatro al escaparate

SEDECÉ es una hermosa ciudad de piedra donde el tiempo se detuvo en algunos momentos a lo largo de su historia. Sus calles de granito, flanqueadas por casas centenarias, igualmente de piedra y algunas encaladas, recuerdan tiempos en los que en ellas habitaban sus dueños. Recorriéndola de noche, sin gente a la carrera, sin el estruendo que ahora vive en los negocios y en las terrazas, si acaso transitada por algún esporádico vecino, Sedecé parece recuperar la pausada vida que tuvo. Pero esa visión no es más real que un espejismo y tan efímera como la flor de Santiago. 

Sedecé es milenaria y ya desde la Edad Media ha sido visitada por miles de personas. Muchos millones en su larga vida. Su imponente catedral, levantada con esfuerzo a lo largo de los siglos, domina la ciudad y también la imaginación y hasta los sueños de quienes la ven, majestuosa y hermosa como pocas. Solo por esa visión valdría la pena llegar a Sedecé, incluso caminando y con los pies doloridos y el cuerpo encorvado por el esfuerzo del camino.

Sus plazas, como espejos de agua, te devuelven la mirada tras la lluvia. Sus calles, de formas imposibles, están salpicadas por soportales que acogen a la gente mientras amplifican sus susurros; laberintos de luces y sombras, de olor a vino, pimientos y empanada.

Con el tiempo los caminantes dejaron paso a los viajeros y estos a los turistas. Sedecé les acogía con esmero y con orgullo. El orgullo de una ciudad que se sabía única, que era consciente de que ofrecía al de fuera una experiencia singular, fuese en lo espiritual, en lo cultural, en lo gastronómico o en lo lúdico. O en todo a la vez. El de fuera se esforzaba en llevarse consigo todos los sabores y olores que se desprendían de sus generosas cocinas. Se afanaba en abrazar a personas y santos. Paseaba por sus patios, jardines y rincones, y no solo pasaba por ellos. Escuchaba su música, leía sus libros y se empapaba de su gente. Hoy solo lo hace de su lluvia.

Pero todo esto cambió cuando Sedecé renunció a ser algo más que una ciudad turística más, una de tantas. La historia de Sedecé y su metamorfosis en un gran escaparate no es sino el reflejo de una realidad cada vez más común. La de numerosos lugares alrededor del mundo que eran fantásticos teatros donde el visitante se sumaba a la performance local, cuna de sentimientos y emociones.

Cada día era como un estreno. Pero ese teatro mayúsculo se ha transformado en un mero escaparate, donde el turista ya no es actor sino parte del público consumidor de cualquier cosa, menos de nuevas experiencias. Habitante circunstancial de un lugar que ha sido modificado a imagen y semejanza del turista y del turismo contemporáneos.

El calor que antes daba la gente solo lo dan ahora las estufas en la calle. Los recuerdos de lo propio se convirtieron en souvenirs traídos de fuera, y las pequeñas tiendas que vendían lo necesario para la vida se convirtieron en colmados de lo prescindible, cuando no de lo inútil.

Eso sí, la fama de la ciudad crecía, y con ella el número de turistas. Venían, o eso decían, buscando vivir “la auténtica Sedecé”. Pero lo cierto es que, poco a poco, de modo sutil al principio, fueron proyectando, quizá sin quererlo, su vida a la ciudad. Sus gustos, sus horarios, su algarabía, sus formas de vestir, de comer, de divertirse... Al final transformaron Sedecé en lo que nunca fue ni quiso ser. Con el tiempo Sedecé se convirtió en un hub de distribución de turistas. Turistas que llegan a la ciudad y la visitan fugazmente. ¿Para qué más tiempo?, se dicen, si visitada la catedral y su entorno, el resto es como en todas partes. Dicho y hecho. Cogen sus cosas y parten a la carrera buscando inútilmente experiencias distintas a la rutina diaria con la que conviven en sus ciudades. 

Hace poco escuché que un rico empresario quiere construir una réplica de Sedecé en su país. Son muchos los turistas de allí que cada año visitan Sedecé, así que mejor si se la ponen allí. Al fin y al cabo, según dicen que dijo, casi nada aquí, salvo la fachada de las casas, es distinto a lo de cualquier otro sitio. Hasta hay quien piensa que sería mejor venderle el original y que se lo lleve.