{ buenos días y buena suerte }

Berlusconiana

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

LA MUERTE DE Berlusconi nos sorprendió en la mañana. De edad avanzada y con sus achaques, el político, empresario, etcétera, no es de esas personas que esperas que vayan a aparecer en los obituarios. Berlusconi estaba acostumbrado a vivir al máximo, a estar en todas partes o, en su lugar, a mandar recado, y su desaparición, en medio de una Italia que quizás empieza a buscarse a sí misma en esta bruma del siglo XXI, causa un raro estupor. En realidad, podría decirse que era un político ya en los márgenes, pero él no aceptaba la desaparición ni la marginalidad, habiendo sido, como fue, el perejil de no pocas salsas. Y, tantas veces, la salsa misma.

Los perfiles que, cuando esto escribo, ya han aparecido, también las tertulias de la mañana, han simultaneado la crítica al magnate con una denominación que, en tierra renacentista, tiene mucho sentido: arquitecto de la nueva Italia. Otra cosa es de qué arquitectura hablamos. El impacto de la muerte atronó ayer los más altos salones de la política, por ese aire mítico del que se había investido. Político, negociador, quizás juerguista empedernido, pero, sobre todo, deseoso de lograr la piedra filosofal, a falta de afeites y cosméticos que vienen de los viejos herbolarios y que no acaban de funcionar del todo.

Porque Berlusconi, puede decirse, tenía ese lado de la Roma clásica, en el que los emperadores también soñaban con la inmortalidad. Él la pretendió siempre, rejuveneciéndose en sus relaciones personales, buscando el poder allá donde pudiera haberlo, convencido quizás de que sólo así podría eternizarse. Y en cierto modo lo consiguió, al menos para los rivales políticos: tres veces primer ministro en el corazón de occidente, en el corazón de la civilización, por ejemplo, y algunas menudencias más, dicho sea con ironía. Como quien no se baja de la bicicleta para no caerse, así acabo funcionando Berlusconi. Ni un momento de tregua, sólo sonrisa y poder.

No deja de tener sentido que Berlusconi, que presidió varias cosas y utilizó siempre una receta que consistía en mezclar poder, deporte y televisión, sea reconocido como el inventor del moderno populismo. No es algo nuevo lo que hizo. En tono menor, Jesús Gil fue un abanderado de esos mismos ingredientes en otro tipo de España. Pero Berlusconi mejoró cualquier receta. Aún lo recuerdan poniendo cuernos a los líderes de medio mundo en las fotos oficiales. Travieso pero astuto, jugaba en unos límites que siempre resumía con una verborrea fácil y amable, salvo en raras ocasiones. Amasado el imperio, comprendió que, en aquellas conversaciones con la gente, cuando vendía pisos a domicilio como si fueran enciclopedias, estaba la verdadera filosofía triunfadora. Era un magnate, el poder venía a visitarlo, él mismo lo construyó a su lado con dedicación y mimo, pero hizo que su producto político, como el televisivo, se moviera siempre en aquella cercanía de los rellanos, en la proximidad doméstica y vecinal donde están los verdaderos compradores. Los convenció. Una receta básica con la que logró el éxito.

Se dice que Trump se mira en su espejo. Y algo habrá. Aunque Trump tiene espejos propios. Carreras paralelas, similares en tantas cosas, como se ve, con esa misma pulsión por el dominio del relato, y, supongo, con ese mismo deseo de poder infinito. Hoy lloverán los obituarios por el hombre que, para perplejidad de muchos, controló las altas esferas de un país fundamental para entender la historia de Europa. Y del mundo. Y, según los que lo conocieron, no lo hizo precisamente desde la sutileza ni desde el esplendor renacentista. Fue otro tipo de esplendor el suyo, otro tipo de brillo, que tal vez resulte ya demasiado antiguo. Se va tras muchos años en primer plano, y aunque ahora ya vivía días de decadencia, porque la edad obliga a pesar de su lucha por la inmortalidad, una decadencia que incluye su creación política, Forza Italia, deja una herencia que algunos juzgan peligrosa: el ascenso de Meloni, que fue su ministra, como quien planta una última semilla del fruto populista que tanto cultivó.