{ FE DE ERRORES }

Identidad y colesteroles

Darío Villanueva

NUESTROS MÉDICOS nos han enseñado a distinguir entre el colesterol malo y el bueno. El primero, identificado científicamente por las siglas LDL, es el que se va incrustando en las paredes arteriales hasta llegar a obstruirlas. El bueno, HDL, es por el contrario el que circula fluidamente por nuestro sistema sanguíneo y contribuye, además, a arrastrar los ateromas lípidos para su eliminación en el hígado.

Por no sé por qué perversión mental de lector excéntrico, pensé en esta dicotomía, que a todos nos afecta (y el que esté libre de colesteroles que tire la primera piedra), cuando leía el revelador ensayo El Gran Apagón publicado por Manuel Cruz en 2022, que trata ni más ni menos que del eclipse de la Razón en el mundo actual.

Allí el filósofo afirma que hay una identidad buena, que sirve para cohesionar una comunidad desarrollando un sentimiento de pertenencia compatible con el respeto a la pluralidad, y una identidad mala que pretende sobre todo excluir, pues fundamenta la unidad propia en el contraste y la diferencia con “los otros”, presentados como el enemigo exterior.

Para confirmarme en lo certero de esta valoración, la Filología ha acudido en ayuda de la Filosofía, porque estamos ante una palabra que se sustancia en dos acepciones contradictorias. Identidad viene del latín idem, que significa “lo mismo”, de modo que en su primera acepción significa “cualidad de idéntico”, e idéntico “que es igual que otro que se compara”. Pero a la vez se utiliza el término para mencionar lo que nos une solo a un grupo que nos es inmediato y que nos diferencia de las identidades de las demás agrupaciones ajenas, primando otra acepción posterior que nuestro diccionario recoge: “Conciencia que una persona o colectividad tiene de ser ella misma y distinta a las demás”.

El predominio de esta “segunda identidad” viene a representar, filosóficamente hablando, la fragmentación de la identidad racionalista, que no admitía compartimentos ni divisiones. En cambio, para muchos ahora –y desde hace tiempo– las identidades dependen del relativismo predominante, de las concretizaciones geográficas, lingüísticas, religiosas, sexuales, culturales, por no hablar de las raciales. Dada la seriedad del asunto, Francis Fukuyama ha vuelto a saltar a la palestra para recordarnos lo obvio: que la identidad se puede utilizar para dividir, pero también para integrar, y que esto último es el remedio contra la política populista (y nacionalista) de hoy en día.

La Humanidad es un universal que a todos nos alcanza e incluye por encima de nuestras singularidades. Esta noción indeclinable se justifica en estas precisas palabras de la escritora y premio Nobel polaca Wislawa Szymborska: Medio abrazados, / sonrientes, / buscaremos la cordura,/ aun siendo tan diferentes/ cual dos gotas de agua pura.

Desafortunadamente pervive todavía, e incluso está creciendo en Europa y no solo en ella, aquella interpretación de la identidad reductiva y beligerante que contradice esa otra concepción de Humanidad, que fue en la que se basó la Declaración universal de los Derechos Humanos; concepción unitaria en lo esencial, aunque hablemos lenguas distintas, tengamos un color de piel diferente o a nuestra historia e intrahistoria sean también disímiles. La concepción opuesta alienta en la base de los nacionalismos supremacistas que, por caso, intentan minar esa utopía razonable, nacida de la hecatombe de la segunda gran guerra, que es la Unión Europea. Pero también propala tales ideas la cultura del poshumanismo con sus ínfulas deconstructivas. Una vez que se ha introducido desde las aulas universitarias el mantra de que toda concepción racionalista de un “nosotros” con alcance universal es una añagaza del Poder, se impone una mentalidad identitaria por la que cada individuo se fija el objetivo limitado de comprender y afirmar lo que uno ya es. Se mantiene el prurito de una inquietud política disidente, pero se circunscribe exclusivamente a los confines de la autodefinición y a sus “demandas”. Ya no hay que militar en un partido, sino vincularse a un movimiento que tenga un profundo significado personal para cada uno en concreto.

Se mina así el campo de batalla de cualquier debate de alcance general, omnicomprensivo de una realidad compleja. Cada grupo identificado por su identidad (valga la redundancia) se supone que posee su “epistemología propia”. La emocionalidad desplaza por completo a la racionalidad, y las razones del otro ya no son verdaderas o falsas, sino pías o impías.

Como respuesta a estas preocupaciones, Kwame Anthony Appiah ha dedicado también recientemente todo un libro a “repensar la identidad”. En el supuesto de que situemos en el corazón de cada una un rosario de similitudes profundas que vinculan a todas las personas partícipes de ella, tan solo estaremos hablando de “las mentiras que nos unen” a nosotros y nos enfrentan con ellos: creencias, país, color, clase, cultura, opción sexual…

Hacer gala de una determinada identidad no autoriza, además, para actuar como vocero de todas las personas que la comparten. Appiah denuncia cómo los populistas afirman representar al ciento por ciento de su pueblo, y si alguien protesta, enseguida pasa a formar parte del ex illis invocado por Cervantes en su entremés. Y para configurar identidades siempre ha sido necesario –y más ahora en la sociedad de la información– disponer de una etiqueta, anterior incluso a su esencia definidora. La emocionalidad es, con todo, determinante: para definirse, para integrarse y para promover reconocimiento hacia nuestra identidad por parte de quienes estén adscritos a otra u otras, en el supuesto de que no los situemos desde un principio en la acera de enfrente. En suma, para Appiah las formas de identidad que analiza se pueden convertir en “formas de confinamiento” y, lo que es peor, en errores de concepto que pueden dar lugar a destructivos errores morales. Por eso, el impulso cosmopolita “que responde a nuestra humanidad común” no es un lujo, sino una necesidad perentoria.

El sueño de la identidad mal entendida produce monstruos.