{ FE DE ERRORES }

¿Quién teme a la IA?

Darío Villanueva

Darío Villanueva

A MEDIADOS DE 2000, la revista Time enumeraba los diez empleos que iban a desaparecer enseguida. El primero de la lista era el de los carteros, y el décimo éramos los padres, que acabaríamos extinguiéndonos, como les ocurrió a los dinosaurios, por causa de la clonación y la fertilización in vitro. Pero entre los otros ocho trabajos también en peligro estábamos, según el periodista, los maestros y profesores, amenazados por el fantasma de la enseñanza virtual. Por el momento, libraban, al parecer, los bibliotecarios, pero cabría preguntarse: ¿por cuánto tiempo?

Y qué decir ahora, veinte años después, sumidos ya en la era de la inteligencia artificial generativa, a propósito de los escritores. Con motivo de la presentación en Madrid de la última entrega de su saga Los pilares de la tierra Anna Abella preguntaba al maestro galés de los best-sellers si había probado ya el Chat GPT. Y su respuesta fue: “Sí. La semana pasada. Le pedí que escribiera un capítulo de una novela de Ken Follet para ver qué. Y era terrible, malísimo, lleno de estereotipos. Debo confesar que me encantó ver que, de momento, no puede escribir como yo”.

Volviendo a los profesores, el pasado junio participé en Lisboa en un I Congresso Internacional das Humanidades y lo hice preguntándome por el futuro de ellas en la “Posmodernidad poshumanista”. Me inspiraba una de las últimas propuestas por parte del gran Edward Said en su libro póstumo, Humanismo y crítica democrática (2004). Decía el autor de Orientalism: “lo que me interesa aquí es el humanismo como práctica útil para intelectuales y académicos que tratan de averiguar qué están haciendo o cuál es su compromiso como académicos, y cuyo deseo sea vincular estos principios con el mundo del que son ciudadanos”.

En el congreso lisboeta, como no podría ser de otro modo, se abordó en profundidad el tema de la inteligencia artificial y la utilización de sus recursos a beneficio de la enseñanza de las humanidades.

Pero entre los congresistas existía la idea de que no podíamos encarar estos asuntos desde un punto de vista puramente teórico, sino que teníamos que “mojarnos”, por decirlo coloquialmente. Porque nos parecía necesario adoptar una acción –mejor, una reacción– para contrapesar influencias que nos parecían negativas, por no decir destructivas, contra lo que enseñábamos y en lo que creíamos.

A ninguno, por supuesto, nos alentaba una actitud apocalíptica. Vivimos en este siglo y procuramos todos seguir estando en él mientras podamos. No creemos que sea conveniente dimitir de la vida, y menos bajarse de un tren en marcha. Por lo tanto, estamos donde estamos, pero esto no empece que nuestro espíritu crítico y nuestro compromiso con la verdad nos exijan advertir los peligros que existen en relación con la educación y la IA generativa, y denunciar extremos que nos están amenazando.

Nunca quizás los profesores de humanidades habían afrontado una revolución tan completa como la que hoy se está dando. Cierto que siempre ha habido sobresaltos. Por ejemplo, recordemos lo que Platón nos cuenta de su maestro Sócrates, cuya filosofía ha llegado a nosotros no porque hubiese escrito nada, sino porque su discípulo transmitió sus ideas a través de los Diálogos. Platón revela cómo el maestro se mostró totalmente enemigo de una invención tecnológica trascendental en la historia de la Humanidad, probablemente la mayor que nunca ha habido, que es la escritura alfabética. Fue cuando en Mesopotamia, 3000 años antes de Cristo, se consiguió con un número muy reducido de signos grafemáticos reproducir los sonidos de la lengua que se hablaba, con lo cual se cerró el capítulo de la Prehistoria y se abrió el de la Historia propiamente dicha.

Pues bien, Sócrates era objetor de conciencia a la escritura. Sostenía, además, que esta era un invento nefasto, porque con ella la memoria humana iba a desaparecer. Desde el momento en que se pudiese dejar testimonio por escrito de lo te ha pasado o de lo que había que hacer, la facultad mnemotécnica iba a dejar de tener sentido y en consecuencia íbamos a convertirnos todos en unos desmemoriados.

Sabemos que esta profecía no se cumplió, pero a veces pienso si Sócrates padeció un temor parecido al que nosotros quizás podamos experimentar hoy ante la inteligencia artificial. Pensando en ello, reparé en lo que está en todos los medios: la advertencia de que la IA generativa proporciona la posibilidad de que los trabajos escritos, los exámenes y otras pruebas de evaluación académica se puedan hacer de manera absolutamente automática, recurriendo a ella. Tengo constancia de variados testimonios de estudiantes a los que en TikTok se les aconseja reiteradamente que no pierdan el tiempo: “Haz que la inteligencia artificial trabaje por ti. Todos tus compañeros de clase la están usando. No te quedes atrás y saca mejores notas sin esforzarte”.

Ante este panorama, viene a cuento precisamente la postura de Sócrates porque el filósofo ágrafo sostenía que la única sabiduría auténtica, verdadera y genuina era la que se transmitía directamente de la boca del maestro al oído y al cerebro del discípulo. Por lo tanto, lo que se pone por escrito nace muerto y nunca podrá fructificar en forma de conocimiento pleno. Y yo pensaba: A lo mejor ahora, lo que va a ocurrir con la inteligencia artificial, es que tendremos que volver a la oralidad pura y dura, prístina y socrática; es decir, a fiarnos exclusivamente de lo que nosotros, cara a cara, les enseñamos a los estudiantes y valorar lo que hayan podido asimilar de nuestras lecciones a través, precisamente, de la respuesta oral que ellos nos den. Volvamos otra vez a los jardines de Academos y que las universidades, en consecuencia, recuperen aquella tradición socrática, que en cierto modo sigue viva en la práctica tutorial de la enseñanza de casa de estudios como Oxford y Cambridge.