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Nada en contra de la lícita discrepancia política

José Miguel Giráldez

José Miguel Giráldez

NADA en contra de la lícita discrepancia, de las protestas civilizadas, tampoco nada en contra de la oposición a la amnistía. En política, eso no sólo es esperable, sino seguramente recomendable, la esencia misma de la democracia, que ha de construirse en el complejo equilibrio de las opiniones a veces opuestas, quizás enfrentadas. Pero, sin duda, esas opiniones tienen establecidos los límites en aquello que se le supone a una sociedad civilizada.

No sólo civilizada, sino informada también. ¿Qué leemos? ¿Sólo aquello que nos complace, que nos confirma? ¿No sería necesario que se promoviera más el pensamiento crítico, que aprendamos todos a leer opiniones favorables y contrarias, y, sobre todo, a leer algo más allá de tuits volanderos, reacciones en las redes sociales, y demás hojarasca contemporánea? Las democracias necesitan lectores profundos. El consumo de prosa airada, producida al calor de los acontecimientos sin la reflexión necesaria, debilita la calidad del pensamiento, nos conduce, a menudo, al maniqueísmo, a la división entre lo bueno y lo malo, a la simpleza: que es donde mueren las democracias.

¡Por supuesto que no faltan los adeptos y convertidos a la religión maniqueísta! Ni los que odian los matices, que, ay, obligan a pensar demasiado, a discernir, y eso lleva su tiempo y demanda un notable esfuerzo. Esa pasión por la supuesta verdad absoluta y por las definiciones incuestionables (y breves, claro) implica un conocimiento superficial de la naturaleza humana, y de la realidad misma. No solo se da hoy esa tendencia a odiar la complejidad, tan trabajosa, sino que se acusa a los intelectuales de tergiversar y engañar a la población con sus trucos de magia (una idea muy Trump), y a la prensa misma, así, en general, sabiendo que todo se maneja y se comprende con el viejo refrán, al pan, pan y al vino, vino, y cositas así.

Pero conviene separar el ruido de las nueces, y, aunque tal vez es más fácil iluminar una pantalla que abrir un libro, hay muchas personas en este país que no están en la simpleza de las ideas, en la peligrosa superficialidad que permite adherirse a proclamas de tiempos felizmente superados, y desconocidos afortunadamente para muchos de los que jalean con ardor esas consignas, hay gentes que saben bien lo que este país tiene a su espalda, lo que su historia cuenta, y que nunca caerían en alentar el incendio de las calles, ya sean contrarios a los pactos de investidura de Sánchez o no.

Nada, pues, en contra de la lícita discrepancia. El tiempo dirá, en este presente extremado, inflamado también, que se ha dejado inocular cierto perfume de violencia. Un día no lejano vimos atacar el Capitolio en América: una forma surrealista y esperpéntica de arrebatar la legitimidad de las urnas. Esos asuntos pueden mitigarse, pero las ascuas suelen prender si encuentran un viento favorable. Europa debe protegerse de esta atmósfera que nada tiene que ver con su espíritu. Cabría no esperar esto de las democracias maduras, aunque sean jóvenes. Y cabría no esperarlo de países que han dedicado tanto esfuerzo y tantas décadas a la educación pública. Y cabría no esperarlo tampoco en Europa, lugar de la razón, de la cultura múltiple y diversa, con el mejor proyecto de los últimos siglos, que sabe muy bien, demasiado bien, lo que es prender la yesca, azuzar el odio, para terminar en guerras inciviles.

Dicen que Feijóo felicitó a Sánchez al tiempo que le susurraba que todo aquello era una equivocación y que sería responsable por llevarla a cabo. No hubo esta vez lectores de labios, tan en boga en estos días pueriles, pero sonaba un poco a la frase de los triunfos romanos, al memento mori dedicado al César, en medio del lógico éxtasis celebratorio en las bancadas socialistas: 179 votos, una mayoría notable, en medio de la gran tormenta. Sánchez hará bien en no creer que es un dios indestructible, pero es justo su debilidad parlamentaria, a pesar de la mayoría, la que debería hacerle más sabio.