Opinión | { BUENOS DÍAS Y BUENA SUERTE }

La bronca infinita

LA DISCUSIÓN extremada, casi rayana en el insulto, que incorpora el lenguaje a calzón quitado de las redes, inunda ahora los debates parlamentarios, en eso que he dado en llamar ‘la semana fantástica del y tú más’. Morder la presa y no soltarla, enconar la situación, arrojarse detritus mediáticos, se ha convertido en una estética de muy dudosa eficacia política.

Es cierto que las sesiones de control terminan a veces pareciendo, al menos dialécticamente, sesiones de descontrol. El gusto por el adjetivo, por la frase maliciosa o peyorativa, o por el sarcasmo que, ay, no es el de Jonathan Swift, convierte en espectáculo, en performance para las cámaras (las de televisión, digo), lo que debería producir eficaces acuerdos y mejoras para la ciudadanía. No puede ser que la política se enrede en sus broncas y quilombos dejando la realidad de lado, como si no fuera lo fundamental.

La pasión verborrágica y el gustazo por el tecleo tuitero están convirtiendo el debate político en un toma y daca digno de un partido de rugby, con el campo muy embarrado. Si esto dura demasiado tiempo los ciudadanos comenzarán a desencantarse, todavía más, quiero decir. Por mucho que nos salve el sentido del humor de este país, por más que ‘El intermedio’ pueda montar videos jocosos casi con cualquier recorte de la crónica parlamentaria.

Pero hay personal que se gusta mucho con el micrófono en la mano. Hay cierta convicción en asesores, ‘spin doctors’ y demás equipos en torno a los liderazgos, de que se logra más tirando de frase provocativa, del tono acusatorio permanente y de las letanías aprendidas en tardes de argumentario, que de la brega política documentada, contenida, trabajada y, ya puestos, elegante. Nada de eso sobrevive: el tiempo extremado exige fajarse en el escaño con una sintaxis descomunal y con la risa descalificadora, más si se intenta destacar y ser reconocido por los propios (que son los que de verdad importan), no ya como aquella histórica figura del dóberman, sino, al menos, como la figura de un eventual Superman de las bancadas, al que aplauden a rabiar. Todo se ha vuelto agrio y descalificador, como vimos esta semana, todo está roto en pedazos en esos jardines que se bifurcan, además, hacia otros liderazgos de rompe y rasga, que no desean ser tocados por el fuego de las tormentas parlamentares.

En general, y no sólo en este país, estamos perdiendo el contacto con el suelo, aireando con verdadero ardor guerrero las desavenencias como elemento fundamental y casi único del debate político. El propósito parece ser derruir al contario, hacerlo caer con estrépito en la lona, no tanto la consecución de beneficios para los ciudadanos. No se trata de clamar todo el rato “¡uy, lo que me ha dicho!”, y buscar algo más grave (o traerlo preparado de casa) para lanzárselo a la cara a las primeras de cambio.

Esa política emocional no produce resultados, sólo sirve para lograr no ya la broma infinita, sino la bronca infinita. Sánchez usa con ironía su permanencia y la perspectiva de una larga legislatura, como quien dice “ladran, luego cabalgamos”. La oposición intenta minar esa resistencia, como quien ha olido sangre en medio del océano, antes de que se apaguen los rescoldos de los últimos encontronazos. Y ahora, también, con las elecciones catalanas, todos vigilantes sobre el vuelo de Puigdemont.

Una victoria de Illa daría a Sánchez un balón de oxígeno extraordinario. En Cataluña, también la política ha ido devorando cualquier forma de eficacia. Todo es política al fin, lo sabemos, pero no es nada bueno que, como también sucede en Madrid, la bronca infinita vaya ocupando todas las esquinas de la realidad, dejando a los ciudadanos exhaustos y peligrosamente decepcionados, al tiempo que los políticos se afanan en ganar batallas o batallitas, para alimento de una performance que tantos ven como el carro de la farsa. No podemos avanzar entre un campo de despojos dialécticos, donde no sé si muere la verdad, pero sí, al menos, queda dañada la imagen que llega desde el lugar donde reside la democracia. El espectáculo no debe continuar.